¿Y ahora qué? Un mundo entre crisis y promesas

El mundo que imaginamos hace 35 años con la caída del Muro de Berlín se ha derrumbado y no volverá. Es preciso superar el duelo y la parálisis; es imperativo reflexionar para entender que algo salió terriblemente mal.
13 Noviembre, 2024
Protestas.
Protestas.

Vivimos tiempos de incertidumbre, un momento en que las promesas de libertad y prosperidad que parecían al alcance de todos, hace apenas unas décadas, parecen desvanecerse. Tras la caída del Muro de Berlín, hace exactamente 35 años, muchos soñamos con un mundo donde la democracia y el mercado traerían justicia y progreso universal. Sin embargo, en medio de una complejidad creciente, enfrentamos realidades que desafían nuestras expectativas marcadas por ideas que creíamos obsoletas y amenazas que hasta hace poco eran impensables.

Este texto es una invitación a reflexionar sobre los caminos que nos han traído hasta aquí, a cuestionar los fundamentos de nuestras instituciones y a recuperar aquellos valores que, pese a la incertidumbre, merecen ser preservados. Porque, aunque el futuro parezca sombrío, la búsqueda de un mundo más próspero y más justo no debería depender de certezas, sino de la voluntad de imaginar algo mejor.

 

Hace 35 años cayó el Muro de Berlín. Tenía 10 años, la misma edad que tiene hoy mi hija mayor. Era muy pequeño para entender lo que estaba pasando en ese entonces, pero años después aún puedo recordar las imágenes en el noticiero de cientos de jóvenes, hombres y mujeres, que, a golpe de martillo, derribaban ese muro.

Solo tres años después de la caída del muro vino el colapso de la Unión Soviética y, con ello, la promesa incumplida del comunismo. Unos años más tarde, en la universidad, leí El fin de la historia de Francis Fukuyama. Fukuyama vaticinaba que la caída del Muro de Berlín y el subsecuente colapso del comunismo marcarían el inicio de una nueva era en la historia: una era en que la democracia y la libertad económica traerían prosperidad y justicia a todos los habitantes de la Tierra. Eran los años noventa, y, por un breve y bello momento, la predicción de Fukuyama parecía hacerse realidad.

Una ola democrática se extendió por el mundo, acompañada de reformas económicas que promovían la libertad de los mercados y el libre comercio. En nuestro México, la apertura democrática nos condujo a un tratado de libre comercio con Estados Unidos en 1994, anunciando una era de prosperidad. La apertura democrática llegó unos años después, primero con la pérdida de las mayorías del PRI en 1997 y, posteriormente, con el triunfo de Vicente Fox en el año 2000.

Para quienes recordamos esos años, era evidente que no todo estaba bien. A pesar de la apertura económica, persistían la pobreza y la desigualdad. Nuestra apertura democrática fue muy imperfecta. Sin embargo, nunca se abandonó la idea de que existía un mundo mejor al que podríamos llegar si tomábamos los pasos correctos.

Traigo a la memoria la efeméride del muro porque me parece significativo que, casi exactamente 35 años después, seamos testigos de un hecho histórico similar con la elección en los Estados Unidos y el aplastante triunfo del presidente Trump. Esta no fue una elección cualquiera. Considero que fue un hecho histórico en el que se eligió entre dos ideas fundamentales: por un lado, el ideal de la democracia liberal y la libertad de mercado que imaginamos en los noventa tras la caída del muro; y por otro, una promesa de transformación que restaurará una grandeza perdida, lo cual necesariamente implicará pasar por encima de las ideas, instituciones y personas que se opongan a ella.

La elección del 5 de noviembre no es un hecho aislado. En los últimos 10 años, hemos sido testigos del surgimiento en muchos países de gobiernos que han rechazado los valores democráticos y de libertad económica que muchas personas de la élite intelectual, académica y política pensaron que serían la norma tras el colapso del socialismo soviético. Hoy es claro que estos cambios no eran aberraciones temporales, sino señales de un cambio de dirección.

Algo salió terriblemente mal. ¿Qué fue lo que ocurrió? ¿La incapacidad de las economías de mercado para acabar con la pobreza y la desigualdad? ¿La crisis ambiental? ¿La ineficiencia de las democracias para dar resultados concretos? ¿La soberbia de las élites? ¿La ignorancia del electorado? ¿O simplemente, como muchas personas sólo lo mencionan en privado, que la gente es estúpida y no sabe lo que quiere?

Vivimos en un mundo demasiado complejo, con demasiadas cosas sucediendo al mismo tiempo. Probablemente, sólo la distancia del tiempo y una perspectiva histórica nos permitirán comprender realmente cuáles han sido las circunstancias que nos han traído a este momento. Sin embargo, se vale especular.

No puedo dejar de pensar en la contradicción que representa vivir en un mundo con una capacidad de generación de riqueza nunca antes vista, impulsado por una tecnología que literalmente puede transformar el planeta, pero al mismo tiempo, con una sociedad que parece desmoronarse por dentro. Quizás esta contradicción sea el núcleo de la crisis permanente que vivimos. El surgimiento de regímenes que rechazan los valores de la democracia y la libertad económica podría ser solo un síntoma de la frustración ante instituciones que simplemente son incapaces de hacer frente al poder económico y tecnológico con el que lidiamos día a día.

Reflexionemos por un momento. Uno de los temas comunes entre los analistas para explicar el resultado de la elección del 5 de noviembre es la inflación y el malestar general del electorado con la situación económica. Demos el beneficio de la duda a esta teoría. ¿Realmente es solo la inflación? Parece que vivimos un episodio de amnesia colectiva. La inflación de 2022 y 2023 no cayó del cielo. Fue el resultado directo de los confinamientos generalizados durante la pandemia, la disrupción de las cadenas globales de valor y, en gran medida, de los estímulos fiscales aplicados durante esos años. Y la pandemia tampoco cayó del cielo. Que un virus que apareció en un rincón de China pudiera esparcirse en menos de tres meses por todo el planeta es resultado directo de la tecnología de transporte y logística que ha achicado el mundo, algo impensable hace apenas 50 años.

Si esto nos lo hizo una pandemia que mató a menos del 1% de la población mundial, ¿qué pasará cuando enfrentemos verdaderamente los peores efectos de una crisis climática inminente? ¿Estaremos listos cuando la Inteligencia Artificial pueda sustituir uno a uno el trabajo humano, sacudiendo las fibras más profundas de la economía? ¿O estaremos preparados para otra pandemia, con una letalidad solo ligeramente más agresiva que la del COVID-19?

No es necesario imaginar escenarios post apocalípticos. Hoy, en las calles de nuestro país, vivimos bajo el flagelo de grupos criminales transnacionales y una migración internacional de tal magnitud que probablemente opaca cualquier movimiento humano del pasado. En el centro de estos problemas, por atractivo que sea pensar lo contrario, no está simplemente la intransigencia de un gobierno incompetente; es algo mucho peor. Es una incapacidad estructural de nuestras instituciones para enfrentar estos desafíos.

La realidad es que la tecnología del siglo XXI no sólo ha traído beneficios económicos; también plantea desafíos que nuestras instituciones del siglo XIX son incapaces de resolver. Si esta hipótesis es cierta, la mala noticia es que los nuevos liderazgos tampoco serán capaces de enfrentar los problemas que nos aquejan. Cerrar fronteras, criminalizar la migración y hacer como si la crisis ambiental no existiera no resolverá sus causas subyacentes. Peor aún, el camino hacia la transformación que proponen estos nuevos liderazgos en todo el mundo podría desmantelar instituciones y adoptar ideas que aceleren crisis que ya de por sí son difíciles de gestionar.

Es imposible saber con certeza hacia qué futuro nos dirigimos. Ha quedado lejos, muy lejos, aquel bello y breve momento en la historia en el que pensamos que el mundo se dirigía inexorablemente hacia un ideal de democracia y libertad económica. El mundo parece preferir el autoritarismo y la centralización del poder, y la democracia y el libre mercado están cediendo su lugar a nacionalismos económicos que parecían obsoletos. Temo que lamentar esta pérdida tampoco nos llevará a ningún lugar. Ese mundo que imaginamos hace 35 años con la caída del muro ya no existe, si es que alguna vez existió realmente.

¿Y ahora qué? Así como el Muro de Berlín cayó hace 35 años, el mundo que imaginamos desde entonces se ha derrumbado y no volverá. Es preciso superar el duelo y la parálisis, y comenzar a reflexionar y a pensar. Es imperativo entender qué salió mal, porque el estado del mundo hoy en día nos grita que algo salió terriblemente mal. Reconocer que, pese a los errores cometidos, hay valores que vale la pena preservar e ideas que son verdaderas y que no podemos olvidar. Y estar preparados. Nada es permanente; el péndulo de la historia siempre regresa a su lugar de origen. Quizás nosotros no estemos al frente, pero una nueva generación tendrá la oportunidad de imaginar y, por qué no, alcanzar un nuevo mundo más allá de las circunstancias desafiantes que viviremos en los próximos años.

Roberto Durán-Fernández Roberto Durán-Fernández Roberto Durán Fernández es profesor en la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey. Es economista por el ITAM, cuenta con una maestría en economía por la London School of Economics y se doctoró por la Universidad de Oxford, especializándose en desarrollo regional. Ha sido consultor para el Regulador de Pensiones del Reino Unido, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Corporación Andina de Fomento y la Organización Mundial de la Salud. En la iniciativa privada colaboró en la práctica del sector público de McKinsey & Co y la dirección de finanzas públicas e infraestructura de Evercore. En el sector público fue funcionario en la SHCP y en el Banco de México.