Bananas curvas, carretas y la paradoja de la autonomía técnica

La crítica más legítima no ha permeado aún en la agenda pública: Que los órganos de autonomía técnica no tienen porqué hacer política pública, simplemente son brazos ejecutores de un Estado democrático.
28 Agosto, 2024
Órganos autónomos.
Órganos autónomos.

Conocí a Hans en el otoño de 2004 durante el programa de maestría en economía en la London School of Economics. Hans, era un brillante economista belga, que venía de trabajar en el departamento de comercio de la Unión Europea. Su labor era de la más alta relevancia técnica, crucial para el comercio europeo con el resto del mundo: Hans medía la curvatura de las bananas.

Antes de que deje de leer, pensando que esto es una mala broma, permítame explicarle. En 1994, la Unión Europea introdujo un reglamento que establecía criterios técnicos para la comercialización de bananas en su mercado. Este reglamento se presentó como un estándar de calidad, aunque sus implicaciones iban más allá de lo meramente estético. La regulación buscaba que solo las bananas de más alta calidad (y estética) llegaran a los anaqueles europeos. Uno de los criterios hacía referencia a que las bananas presentaran una mínima curvatura, privilegiando la estética como un objetivo de política pública.

No obstante, detrás de esa aparente normativa técnica, se tomaron decisiones con repercusiones políticas y comerciales significativas. Bajo el argumento de garantizar la "estética" del producto, la Unión Europea implementó políticas arancelarias que beneficiaban la importación de bananas provenientes de las ex colonias europeas en África (menos curvadas) en detrimento de las producidas en América Latina. Mientras los consumidores europeos se veían obligados a adquirir bananas más costosas y con una estética "curvada" provenientes de África, los productores latinoamericanos enfrentaban barreras comerciales diseñadas para proteger ciertos intereses políticos en Europa.

Este absurdo ejemplo ilustra el poder que pueden detentar los órganos con autonomía técnica. Bajo la apariencia de decisiones neutrales, técnicas y basadas en la objetividad científica, estos órganos pueden favorecer agendas políticas en beneficio de determinados grupos, convirtiéndose en herramientas clave para realizar lo que los políticos no siempre pueden hacer de manera directa. Todo esto bajo la tutela de flamantes y altamente preparados funcionarios, como mi amigo Hans, por quienes nadie, absolutamente nadie, votó. En México a esto se le conoce como “poner la carreta delante los caballos.”

Desde la década de 1990, los órganos con autonomía técnica se volvieron pilares fundamentales de una nueva estructura del Estado en numerosos países. Bajo la promesa de gestionar áreas críticas de la política pública alejadas del ciclo político y regidas por criterios de eficiencia y objetividad, la banca central, los entes electorales, las comisiones reguladoras y los organismos de transparencia, entre otros, asumieron funciones clave en nuestras economías y en el funcionamiento de la democracia. 

Sin embargo, el modelo que en su momento se celebró como una garantía de estabilidad hoy enfrenta críticas crecientes: ¿es posible que estos órganos estén desconectados de las necesidades ciudadanas y operen con una falta de legitimidad democrática? En México, desde hace algunos meses, la agenda pública ha estado dominada por una discusión sobre una profunda reforma al Estado que incluye la eliminación de varios órganos autónomos. El presidente López Obrador ha intensificado estas críticas al proponer la desaparición de ciertos organismos autónomos e impulsando una reforma que busca la elección directa de jueces y magistrados, avivando un debate crucial sobre la gestión de la política pública en el siglo XXI.

Como se mencionó antes, durante los años 1990 existió un consenso que veía la creación de órganos con autonomía como un modelo de organización del Estado democrático que separaba las decisiones políticas de las técnicas. La lógica era clara: la política electoral, con sus ciclos cortos y prioridades volátiles, no podía ser la guía para decisiones complejas como la política monetaria o la regulación económica. Instituciones como el Banco Central Europeo, fundado en 1998, o el Banco de México, reformado en 1994, se convirtieron en modelos de independencia técnica. En América Latina y Europa, estos esquemas se replicaron en áreas como la supervisión electoral, la regulación de la competencia y la transparencia gubernamental.

El éxito de estos órganos es innegable en muchos aspectos. El Banco de México, por ejemplo, ha logrado mantener la inflación bajo control durante décadas, un logro crucial en un país históricamente vulnerable a la inestabilidad macroeconómica. La Reserva Federal de Estados Unidos ha mostrado flexibilidad y rapidez para responder a crisis económicas, como lo hizo en 2008, gracias a su independencia del poder político. En otros  países en desarrollo, como Ghana, comisiones electorales independientes han asegurado transiciones democráticas pacíficas, actuando como árbitros imparciales en contextos políticamente volátiles.

Sin embargo, estos casos de éxito no están exentos de sombras. Durante la crisis de la Eurozona, el Banco Central Europeo impuso medidas de austeridad que devastaron economías como la de Grecia, demostrando como decisiones técnicas pueden tener efectos sociales desastrosos cuando se toman sin sensibilidad política. El Brexit, en gran medida, reflejó un rechazo a la tecnocracia europea. Para muchos británicos, la pertenencia a la Unión Europea simbolizaba la entrega de decisiones cruciales a burócratas en Bruselas, percibidos como desconectados de las realidades locales. Este rechazo mostró que la tecnocracia, por muy eficiente que sea, pierde legitimidad si no está anclada en la participación democrática. Después de todo, ningún burócrata en Bruselas tiene el derecho de decidir la curvatura de las bananas en Inglaterra.

Frente a estas críticas, varios teóricos han propuesto la posibilidad de democratizar la tecnocracia. Por ejemplo, Jürgen Habermas, filósofo y sociólogo alemán, aboga por una democracia deliberativa en la que las decisiones se tomen mediante procesos inclusivos que combinen la experticia técnica con la participación ciudadana. Sheila Jasanoff, académica de la Universidad de Cornell, a través de su enfoque de "ciencia participativa", sugiere que las decisiones técnicas no se aíslen de la sociedad, sino que se construyan mediante un diálogo continuo entre expertos y ciudadanos. Dani Rodrik, economista de la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard, con su "trilema de la globalización", advierte que un país no puede maximizar simultáneamente la integración económica, la soberanía y la democracia: si priorizamos la tecnocracia y la globalización a expensas de la democracia, se corre el riesgo de generar descontento y rechazo popular.

En este contexto, el presidente López Obrador ha criticado desde hace tiempo a los órganos autónomos en México, acusándolos de ser costosos, ineficientes y de servir a intereses privados. Su iniciativa de reforma para eliminar organismos como el INAI, la Cofece y el IFT busca centralizar sus funciones en secretarías de Estado, bajo el argumento de que esto mejorará la eficiencia y permitirá ahorrar recursos. 

Es cierto que el funcionamiento de estos órganos presenta áreas de oportunidad. Por ejemplo, después de la reforma a la Ley de Competencia de 2013, la Cofece y el IFT tuvieron un impulso renovado para limitar el poder monopólico de bancos, afores y empresas de medios, esfuerzo que terminó por no llegar a ningún puerto. Pareciera que, pese a lo ambicioso de las reformas, el actuar de estos órganos terminó por acomodarse a los poderes que debían regular. 

La crítica más legítima, sin embargo, creo que no ha permeado aún en la agenda pública. Esta es que los órganos de autonomía técnica no tienen porqué hacer política pública; simplemente son brazos ejecutores de un Estado democrático quien tiene la legitimidad de dictar una dirección. En la práctica, sin embargo, muchos de estos órganos terminan tomando decisiones estratégicas, dirigiendo la política pública hacia donde los funcionarios, altamente educados, consideran más conveniente, aun careciendo de un mandato democrático. “Ponemos  la carreta delante los caballos.”

Antes de que se enfade y tire esta columna al basurero, le pido una oportunidad y continúe leyendo hasta final. Ya tendrá oportunidad de decidir si tengo o no un punto válido. 

Considere un ejemplo que la comentocracia menciona con frecuencia. Si vamos en un avión, los pasajeros quieren que sea la persona más capacitada quien pilotee durante un vuelo regular o una emergencia. Poner a votación quién debe ser el piloto es una garantía de desastre. Es cierto. Pero de ninguna manera la tripulación decide el destino final del avión: eso solo lo pueden elegir los pasajeros. La gente aborda el avión sabiendo que va a Cancún y que el piloto hará su mejor esfuerzo para llevarlos a ese destino. Puede ser que una tormenta incluso obligue a un aterrizaje forzoso en otra ciudad, pero el destino final no lo puede cambiar el piloto. 

Esta es la confusión que existe con las tecnocracias: estas no tienen el mandato ni la legitimidad para definir el destino; en una democracia eso lo decide el electorado. Y por más conocimiento técnico que tengan funcionarios como mi amigo Hans, deben entender que ellos no definen la dirección. En un mundo ideal, la política decide a donde ir, los técnicos, cuál es la mejor manera de llegar: los caballos primero, la carreta después.

Entonces hay algo válido en las críticas del presidente sobre los órganos autónomos, pero ¿entonces la solución es disolverlos y concentrar el poder en la administración central? ¿Esta propuesta no debilitaría los contrapesos institucionales y la transparencia? Podemos aceptar que la dirección estratégica del país es una decisión política que pasa por el electorado, pero eliminar órganos técnicos, ¿no implica politizar todas decisiones que deberían ser técnicas? ¿Estamos llegando al extremo soltar a los caballos de la carreta?

Como siempre, la respuesta no tiene absolutos, y puede haber alternativas que encuentren un equilibrio entre lo técnico y lo político. En lugar de optar entre autonomía técnica sin mandato democrático o control político absoluto, es posible imaginar un modelo institucional que combine lo mejor de ambos enfoques. Por ejemplo, un proceso de preselección transparente y basado en méritos podría elegir a los candidatos para los órganos técnicos, supervisado por un comité plural de expertos y representantes de la sociedad civil. Posteriormente, la ciudadanía tendría voz mediante sufragio directo en la elección final de estos candidatos preseleccionados, acompañada de controles rigurosos para evitar la politización y asegurar que los votantes elijan en función de la competencia técnica.

Es posible diseñar un órgano de control que actúe como árbitro en casos de conflicto entre los órganos técnicos y el poder político, garantizando que ni la tecnocracia ni la política dominen en exceso. Claramente, estos son solo esbozos de ideas, que tienen como único propósito ilustrar que es posible imaginar modelos institucionales más equilibrados. Sin embargo, esto requiere de un gran esfuerzo de creatividad, inteligencia y, sobre todo, diálogo.

Cabe destacar que la idea de crear órganos de control como contrapesos que garanticen un equilibrio entre autonomía técnica y legitimidad ilustra la relevancia de la discusión sobre la reforma a la Suprema Corte en México. Este debate presenta una particular complejidad, no únicamente por la elección directa de los jueces o la posible pérdida de capacidades técnicas—aspectos que son desafíos superables—, sino porque es precisamente la Corte el ente que, por diseño, podría servir como árbitro entre los órganos técnicos y el poder político. La discusión sobre la autonomía de la Corte es de suma importancia en tanto que es imperativo mantener su autonomía técnica, pero también resulta necesario otorgarle mayor legitimidad democrática. Un error en el diseño de la Corte podría derivar en consecuencias graves.

Es lamentable que en el proceso de las reformas actuales no se esté abriendo un espacio lo suficientemente amplio para un debate más profundo que permita mejorar las propuestas. La falta de apertura limita la posibilidad de construir soluciones más equilibradas y consensuadas. 

Sin embargo, también es imperativo reconocer que la autonomía técnica enfrenta problemas graves de legitimidad democrática, no solo en México sino en todo el mundo. No poder ver que los órganos técnicos generalmente se encuentran ajenos a la realidad de los países en los que operan y que en muchas ocasiones sus funcionarios se extralimitan definiendo una dirección estratégica con criterios políticos más allá de la mera ejecución, es igualmente miope.

Aceptar los desafíos y cuestionamientos no implica renunciar a la independencia de los órganos técnicos, sino fortalecerla mediante la incorporación de mecanismos que la hagan más legítima y responsable ante la ciudadanía. Solo así se podrá construir un sistema de gobernanza más justo y efectivo, que evite tanto los excesos de la tecnocracia como la captura política de órganos esenciales.

Roberto Durán-Fernández Roberto Durán-Fernández Roberto Durán Fernández es profesor en la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey. Es economista por el ITAM, cuenta con una maestría en economía por la London School of Economics y se doctoró por la Universidad de Oxford, especializándose en desarrollo regional. Ha sido consultor para el Regulador de Pensiones del Reino Unido, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Corporación Andina de Fomento y la Organización Mundial de la Salud. En la iniciativa privada colaboró en la práctica del sector público de McKinsey & Co y la dirección de finanzas públicas e infraestructura de Evercore. En el sector público fue funcionario en la SHCP y en el Banco de México.

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