La reforma hacendaria de la que nadie quiere hablar
Desde hace un una década varios expertos han destacado la urgencia de una reforma fiscal.
La urgencia se sustenta en múltiples consideraciones: la escasa recaudación tributaria en México, las presiones derivadas del gasto en programas sociales de la presente administración y sus proyectos prioritarios, el deterioro en la calidad y acceso en los servicios de seguridad social (pensiones, salud y vivienda), el casi nulo o inexistente espacio fiscal (el margen de maniobra para reasignar el gasto corriente y de inversión del sector público público), la modesta inversión del gobierno en proyectos de infraestructura básica (agua, drenaje, alcantarillado, alumbrado público, pavimentación, caminos y puentes, transporte público, etc.), el endeudamiento proyectado para este año (1.3 billones de pesos) y el propuesto para 2024 (1.9 billones de pesos), la sostenibilidad de las finanzas públicas en el mediano y largo plazos, etcétera.
Son variadas las propuestas de los expertos para atender estos retos. Sin embargo, en mi opinión estas propuestas son las mismas de siempre, en la mayoría de los casos las propuestas se pueden resumir en “aumentar impuestos”; es decir, “reforma fiscal es sinónimo de aumentar impuestos” (al respecto, véase el artículo de Everardo Elizondo, “Una reforma fiscal”, 11 de septiembre de 2023, Reforma).
Mi percepción es que muchas propuestas no son novedosas, no son integrales y la enorme mayoría de los expertos no están pensando “fuera de la caja”. Me preocupan también las propuestas de reforma fiscal que incluyen propuestas para mejorar la redistribución del ingreso. Ambos tipos de propuestas se separan de los principios básicos de la teoría económica más elemental sobre las finanzas públicas.
Por las razones anteriores, es oportuno revisar algunos los elementos de la teoría económica más elemental en materia de finanzas públicas.
La responsabilidad del estado en una economía de mercado
El punto de partida de la teoría económica es la escasez: los recursos disponibles para la producción de bienes y el ofrecimiento de bienes y servicios son limitados. El reto para los economistas es dilucidar como utilizar estos recursos escasos de la manera más eficiente posible para satisfacer las crecientes y legítimas necesidades y aspiraciones de la población.
Dada esta restricción, esto se traduce en preguntas básicas como qué bienes y servicios deben ser producidos, cómo producirlos y cómo asignar eficientemente (aprovechar de la mejor manera posible) los limitados factores de la producción.
El grueso de la profesión coincide en que en la forma más eficiente de lograrlo es una economía de mercado caracterizada por la libre concurrencia de los individuos en el intercambio. En este sistema económico el sistema de precios juega un papel preponderante en la asignación eficiente asignación de los recursos.
Precondiciones para el buen funcionamiento de la economía de mercado
La profesión coincide en que para que la economía de mercado funcione eficientemente la principal responsabilidad del estado radica en proveer bienes públicos que faciliten el intercambio entre los particulares. Estos bienes públicos son el estado de derecho, el respeto a los contratos entre particulares y a los derechos de propiedad, la seguridad pública, etc.
Otros bienes públicos incluyen promover la sana competencia en la producción y el comercio, la defensa nacional y proveer ciertos bienes y servicios que por su naturaleza no son atractivos desde el punto de vista de los particulares.
Un ejemplo es la provisión de bienes y servicios que se caracteriza por economías de escala (costos marginales decrecientes). Las economías de escala dan lugar a monopolios naturales (lo más eficiente es la existencia de un proveedor único del bien o servicio). Los monopolios naturales son ineficientes desde el punto de vista económico. Estos bienes o servicios pueden ser proveídos por el Estado (gobierno), o por un particular cuyos precios o tarifas sean regulados por el gobierno. En otras palabras, el Estado estaría atendiendo lo que los economistas denominan una falla de mercado. Ya mencioné algunos ejemplos como la infraestructura básica. Por otra parte, hay monopolios que no son naturales, sino que han sido artificialmente creados por la intervención del Estado en muchas ramas de la actividad económica, lo cual tiene aparejado un alto costo en términos de ineficiencia económica.
Los economistas reconocen que, además de los bienes públicos, existen muchas otras fallas de mercado que requieren una intervención del gobierno: la producción conjunta, los efectos externos (externalidades), las asimetrías de información y la información imperfecta (que dan lugar a problemas de riesgo moral y la selección adversa), el poder de mercado en algunos sectores económicos, la segmentación en algunos mercados, etc. Estos son temas áridos desde el punto de vista técnico que son difíciles de comunicar a la ciudadanía. Empero, se esperaría que, como mínimo, los expertos en finanzas públicas estén familiarizados con estos temas.
En resumen, el buen funcionamiento de una economía de mercado con una eficiente asignación de recursos (o la más eficiente posible) puede requerir de la intervención del estado debido a las fallas de mercado. Pero hay que ser cuidadosos, cuando un Estado (el gobierno) pretende ir más allá que atender las fallas de mercados y garantizar la provisión mínima necesaria de bienes públicos, ello tendrá un costo en términos de la eficiente asignación de los recursos entre sus posibles usos alternativos. En este caso, el Estado se convierte en una falla de mercado adicional.
Con demasiada frecuencia, los proponentes de políticas públicas o ajustes al sistema hacendario mexicano soslayan estos principios básicos de la teoría económica. El punto de partida para cualquier debate o propuesta sobre una política hacendaria debe partir de cuál debe ser el rol del Estado y los costos y beneficios aparejados a su intervención en la economía, incluyendo el monto y composición del gasto público.
Limitar la discusión de una urgente reforma hacendaria a “aumentar impuestos” sólo crea distorsiones en la asignación de recursos, lo cual no es gratuito en términos de la eficiencia económica, el bienestar y el desarrollo económico y social.
Los impuestos y la regulación de Estado
A nadie le gustan los impuestos, y menos a los economistas. Todo economista sabe que los impuestos son una falla de mercado adicional porque distorsionan la eficiencia económica: son una pérdida de recursos (el famoso costo de oportunidad) y promueven la ineficiente asignación de los recursos. Los economistas llamamos a esto la “pérdida de peso muerto” (deadweigh loss), que representa una pérdida social de bienestar económico.
Las fallas de mercado tienen una peculiaridad importante que subyace detrás de la ineficiencia económica. Todas ellas crean una brecha entre el precio de oferta y el precio de demanda en algún mercado, dando como resultado que la cantidad transada en un mercado sea mayor o menor que el monto económicamente eficiente. Los impuestos crean una discrepancia entre los precios de oferta y demanda y son una falla de mercado que da lugar a una fuente adicional de ineficiencia económica (un ejemplo claro es el artículo de Issac Katz, “Impuesto al empleo formal”, 10 de julio de 2023, El Economista).
Por otra parte, los economistas reconocen que el Estado tiene que garantizar que las fallas se corrijan y que la provisión de los bienes púbicos sea la mínima necesaria para el buen funcionamiento de una economía de mercado. Para ello, el Estado tendrá que intervenir con impuestos específicos que corrijan fallas de mercado, con regulación específica de mercados y gastar en una provisión adecuada de bienes públicos.
Como ya mencioné, la literatura económica más elemental reconoce algunos casos en que se justifican los impuestos y el gasto público debido a dos razones fundamentales: (i) corregir fallas de mercado, y (ii) garantizar la provisión de bienes públicos. Este segundo aspecto típicamente implica que el gobierno debe gastar y para ello es necesario recaudar vía impuestos. Los economistas aceptamos esto último sin reserva, siempre y cuando el gasto en bienes públicos sea justificado.
El principio de la tributación óptima
La sociedad ha reconocido que entre las funciones del Estado deberían procurar la movilidad social y económica y una distribución más equitativa del ingreso entre los individuos. También las sociedades han considerado que el estado debe garantizar un mínimo de bienestar a toda la población: a un trabajo digno, el acceso a una educación de calidad, a los servicios de salud, a la vivienda, a una pensión digna, a la equidad de género, en fin.
Estos bienes no son realmente públicos, más bien son bienes “meritorios” como señala Everardo Elizondo en un artículo reciente (“Lo ‘público’ no siempre es público… y nunca es gratuito”, 30 de octubre de 2023, Reforma). A pesar de ello, los economistas hemos aceptado sin reservas que, si la sociedad considera que el Estado debe jugar un papel preponderante en esos ámbitos, así debe ser, sin que ello impida señalar que ello no es gratuito por sus costos en términos de la pérdida de eficiencia económica.
Pues bien, si el Estado ha de gastar (en lo que usted guste y/o para el fin que usted guste), resulta inevitable que obtenga ingresos, ya sea mediante gravámenes impositivos o recurriendo al endeudamiento público, el cual al final del día habrán de pagar, directa o indirectamente, los contribuyentes.
Como ya señalé las distorsiones económicas de los impuestos son el resultado de que inducen una brecha entre los precios de oferta y demanda. Sus efectos sobre la eficiente asignación de recursos dependerán de qué tanto distorsionan las cantidades intercambiadas de un bien o servicio en relación con el nivel congruente con la eficiente asignación de los recursos escasos.
Estas distorsiones causadas por los impuestos serán menores en aquellos mercados en los que la demanda y oferta sean menos sensibles a los precios (en el lenguaje de los economistas que la oferta y/o la demanda sean más inelásticas). De esta manera, se minimiza el costo en términos de la distracción de recursos de otros usos alternativos (el famoso costo de oportunidad) porque el efecto sobre la cantidad intercambiada en el mercado será más pequeño.
Mas aún, debido a la poca sensibilidad a los cambios en precios de los impuestos, gravar estos bienes o servicios tienen un poder recaudatorio relativamente alto: se recauda relativamente más con la menor distorsión posible en la eficiencia económica. El ejemplo clásico de libro de texto es el impuesto a la riqueza. Otros ejemplos comunes son los IEPS a las gasolinas, el tabaco, las bebidas alcohólicas, el impuesto a autos nuevos, etc. En estos ejemplos, el impuesto afecta relativamente poco las cantidades producidas y consumidas de estos bienes y servicios. La teoría económica denomina a este criterio como el principio de tributación óptima (en versiones más formales se le denomina “la regla tributaria de Ramsey”).
El sistema tributario y la riqueza
En todo el mundo, los sistemas tributarios se caracterizan por la existencia de una plétora de gravámenes que, con toda franqueza, no se justifican en términos de principio de tributación óptima. Existen impuestos al ingreso, al consumo, al trabajo, al ahorro, al comercio exterior, al hospedaje, en fin. La lista es larga.
El problema con un sistema tributario con estas características es que la amplia variedad de gravámenes hace prácticamente imposible discernir con claridad su costo-beneficio desde el punto de vista económico.
Algunos de estos impuestos pueden perseguir objetivos específicos como reducir la contaminación, el consumo de productos que dañan la salud, financiar la infraestructura básica o el sector turístico, o simple y llanamente persiguen un fin meramente recaudatorio, sin ninguna consideración sobre sus costos en términos de las distorsiones que crean en la eficiente asignación de los recursos.
Muchos de estos impuestos no buscan corregir fallas de mercado ni financiar la provisión de bienes púbicos. Su principal fin es simple y llanamente recaudatorio. En mi opinión, las pérdidas en términos de eficiencia económica resultantes de un sistema tributario con estas características pueden ser gigantescas. Y si a ello se añade que muchas veces el gasto público es elevado y mal ejecutado, el sistema fiscal se vuelve en un freno a la actividad económica. Más aún, la amplia variedad de impuestos se traduce en una carga tributaria y administrativa muy pesada para los contribuyentes que facilita la elusión y evasión fiscales.
Por otra parte, los expertos y las autoridades recaudadoras parecen olvidar que la riqueza es el resultado del esfuerzo productivo de millones de individuos, del proceso de acumulación de capital (inversión) y de que la inversión se financia con aquella parte del ingreso que no se consume (el ahorro). Debe ser obvio que acumular riqueza (o ahorrar) no tiene sentido si no ha de ser consumida en el futuro. Por ende, gravar la riqueza es sinónimo de gravar el consumo, al ahorro y, por tanto, al ingreso.
Siendo así, inmediatamente surge la interrogante de por qué existen tantos gravámenes que dan lugar a una tributación múltiple. Cualquier individuo que paga impuestos lo sabe. Paga impuestos sobre su ingreso, luego paga impuestos sobre la parte del ingreso que consume, y si pospone consumo mediante el ahorro mediante la acumulación de riqueza o la inversión, pagará impuestos cuando consuma en el futuro. Y para colmo si su ahorro no es consumido, paga impuestos sobre su riqueza.
A todo ello súmele las distorsiones producidas por los regímenes de excepción al impuesto al consumo derivados de la tasa cero del IVA o los bienes y servicios que están exentos de este impuesto. A ello agregue la recaudación que se pierde en el consumo de bienes y servicios en sector informal del mercado laboral.
Los impuestos y otros gravámenes a las utilidades de las empresas
Otro aspecto que a menudo pasa desapercibido tiene que ver con quienes sostienen que hay que gravar más a las utilidades de las empresas. Contablemente, las empresas son un ente distinto de sus accionistas. Pero, al final del día las utilidades de las empresas después de impuestos son distribuidas como dividendos a los accionistas, que son personas físicas como usted o como yo. Aquí hay otro doble gravamen.
La responsabilidad social de las empresas es obtener utilidades. Sin ellas, no habría producción de bienes y otros satisfactores, ni creación de empleos, ni acumulación de riqueza a través del ahorro corporativo (depreciación y retención de utilidades) que se destina a financiar mayor inversión. ¿A quién en su sano juicio se le ocurre poner un obstáculo a la producción, al empleo, al ahorro y a la riqueza?
A juzgar por todo lo anterior, nuestro sistema tributario, y México no es la excepción, es un verdadero galimatías (por no decir una pesadilla).
Redistribución del ingreso: tributación y gasto público
A pesar de los resultados de la ENIGH 2022 que mostraron una disminución de cinco millones de mexicanos en pobreza, algunos expertos proponen distribuir el ingreso por la vía de una tributación más progresiva al ingreso y a la riqueza (qué paguen más los “ricos”, dicen). Algo que suena muy loable (y que tiene mucho “punch” en todo el mundo).
Pero que sea mal de muchos es consuelo de tontos. Con ello se pone otro freno a la generación del ingreso nacional. El ingreso nacional neto (después de impuestos) se destina al consumo y al ahorro. Cuando se grava el ingreso se gravan ambas cosas y, por tanto, también se inhiben a rajatabla ambas cosas. Encima se vuelve a gravar el consumo con el IVA. De nueva cuenta se inhiben la producción y la generación de ingresos.
Por esta razón, somos muchos los economistas que estando de acuerdo en que es necesario recaudar impuestos para financiar el gasto público, consideramos que la manera óptima de redistribuir el ingreso es por la vía del gasto público y no por la vía impositiva. De nueva cuenta, la razón es sencilla: los impuestos distorsionan las decisiones de trabajo-ocio, ahorro-consumo, distorsionan las decisiones de qué producir, cuánto producir y cómo producir a sabiendas de que los recursos productivos son escasos y que su uso tiene aparejado un costo de oportunidad.
Si aceptamos que la redistribución del ingreso se debe dar mediante programas sociales y no mediante la tributación, debe quedar suficientemente claro que debe buscarse que los recursos públicos destinados a ese propósito se usen de la manera más efectiva posible.
En este sentido, el diseño de los programas vinculados al gasto social es de la mayor importancia. Empero, el gasto social no es maná que cae del cielo (no se pueden arrojar alimentos, dinero, pensiones, semillas y fertilizantes, y becas desde helicópteros). El gasto social debe ser focalizado y procurar crear los incentivos para que sus beneficiarios efectivamente mejoren su movilidad social para que salgan de la pobreza y tengan acceso a la salud, educación y vivienda, entre otros aspectos de la seguridad social. Por cierto, es incorrecto establecer contribuciones específicas a los trabajadores y las empresas para la seguridad social. Estos son gravámenes al trabajo que inhiben la generación de empleos y la actividad económica (ver el artículo de Issac Katz).
También es indispensable que el gasto social se ejerza con métricas de desempeño relativas a su efectividad, y que el uso de los recursos destinados a ese noble propósito cuente con una adecuada rendición de cuentas y transparencia. Por lo que hace al gasto productivo, estos aspectos también son relevantes. Los proyectos de inversión pública deben contar con los estudios de factibilidad y rentabilidad social correspondientes, no deben ser el resultado de caprichos y ocurrencias. El dispendio y la irresponsabilidad fiscal durante la presente administración son alarmantes.
A manera de conclusión, se debe buscar que la recaudación de impuestos sea efectiva y ampliar la base de contribuyentes. Hay que reconsiderar cada gravamen. Me inclino por un menor impuesto sobre la renta y un aumento significativo al impuesto al consumo (IVA) porque todos consumen (ricos, pobres, criminales, informales, trabajadores independientes, etc.). Además, la recaudación del IVA se puede robustecer eliminando los regímenes de excepción de este impuesto. Por supuesto que estoy a favor de un impuesto a la riqueza (el que no consume acumula alguna forma de riqueza). Pero hay que reconocer que en el caso del predial y de la tenencia, tenemos un verdadero desorden.
No es sensato proponer una reforma fiscal miope que solo propone elevar impuestos a 25 millones de contribuyentes cautivos en el mercado de trabajo formal para financiar al gobierno, incluyendo sus programas sociales y sus proyectos faraónicos. Hay 30 a 35 millones de trabajadores en la informalidad que no aportan a financiar el gasto público.
El gobierno no lo puede todo ni puede ocuparse de todo. Es necesario buscar las asociaciones público-privadas que, al mismo tiempo que reducen la necesidad de recurso públicos, pueden contribuir a la correcta toma de decisiones en materia de inversión pública en sectores estratégicos, a la modernización de la planta productiva y la infraestructura básica, entre otros proyectos con una verdadera rentabilidad social.
La austeridad republicana previene la retención y atracción de talento en el sector público y crea incentivos para la corrupción. La corrupción se da fuera de la nómina, es una “compensación adicional” a servidores públicos mal remunerados y con cada vez menos prestaciones. Esto también promueve la corrupción en los contratos del sector público con el sector privado: el verdadero capitalismo de cuates con los burócratas.
Necesitamos con urgencia una verdadera reforma hacendaria, tanto por el lado de los ingresos como de los egresos públicos, pero sobre todo por el lado del gasto público. No es lógico plantear propuestas de ingreso si se sabe cómo se gasta. El actual sistema fiscal es claramente ineficiente desde cualquier punto de vista (eficiencia, capacidad recaudatoria, transparencia, y rendición de cuentas) y sigue siendo un verdadero obstáculo al desarrollo económico y social. Tenemos que pensar fuera de la caja.
Antes de empezar a podar ramas o árboles, hay que ver el bosque. Hoy en día, el sistema hacendario es un lastre, cuando su propósito debería ser promover una sociedad más equitativa, incluyente y con mayor y mejor acceso a la seguridad social y sostenible financieramente.
En una entrega muy próxima, comentaré sobre las políticas para redistribuir el ingreso con mayor equidad. Desde mi punto de vista, este tema está plagado de cuestiones ideológicas en favor de lo que algunos llaman “Justicia Social”, un concepto elusivo y populista. Mucho de lo que suena bonito, la mayoría de las veces es una atrocidad.