Tres años y dos meses después de declarada la emergencia de salud pública de importancia internacional por el COVID-19 la Organización Mundial de la Salud anunció su fin. En la misma semana, el gobierno de México dio a conocer que finalmente tiene una vacuna propia contra el virus que comenzaría a producirse a finales de 2023.
Si bien el fin de la emergencia sanitaria no significa el fin de la pandemia sí constituye un hito en la zaga del combate al coronavirus, como también lo es agregar al arsenal de vacunas una con participación mexicana. Aun así, no deja de ser paradójica la conjunción de estas dos buenas noticias.
El simbolismo de una vacuna nacional que llega tras más de 650 mil muertes en exceso entre 2020 y 2022 y después de una reducción de cuatro años de la esperanza de vida al nacer de los mexicanos es poderoso. Arriba un elemento clave para reducir los estragos de la pandemia cuando ha pasado el momento más crítico de la enfermedad.
Pese a la aparición relativamente tardía de la vacuna “Patria” ésta no debe menospreciarse. Será muy útil como parte de las medidas que rutinariamente se apliquen en el futuro para mantener bajo control el virus. Además, su disponibilidad ocurre superando las debilitadas capacidades de producción de vacunas que heredó la presente administración.
Desde los años noventa la autosuficiencia en la producción de vacunas por el sector público ha declinado hasta reducirse a un 25% de los requerimientos del país mediante la empresa Birmex. El resto se obtiene a través de compras al sector privado bajo la coordinación de la empresa citada. La nueva vacuna vence una inercia de décadas.
Tampoco debe subestimarse la contribución del presente gobierno a dificultar la aparición de la nueva vacuna. Birmex ha ejercido un menor gasto en la presente administración que en la anterior. Para 2023 su presupuesto se recortó en 14.7% y continúa con severos problemas logísticos y de corrupción. Como en el caso de la transición del Seguro Popular al INSABI, los problemas se han agravado en vez de avanzarse decisivamente en su solución.
Sin embargo, con el fin de la emergencia sanitaria, el problema que más sobresale es la limitada efectividad de la estrategia de vacunación seguida por México. Un estudio publicado en la revista The Lancet (Global impact of the first year of COVID-19 vaccination) muestra que en su primer año de vacunación México evitó entre 24 y 41 muertes por cada diez mil habitantes, es decir, alrededor de 410 mil personas salvadas.
La estimación del número de personas que evitaron la muerte en el país puede parecer elevado, más considerando que en 2021 hubo más de 317 mil muertes en exceso. Sin embargo, la máxima efectividad, que incluso alcanzaron algunos países de América Latina, como Costa Rica, Chile y Uruguay, fue entre 59 y 170 muertes evitadas por cada diez mil habitantes, es decir, en promedio tres y media veces más de lo que correspondió a México.
Por su menor extensión geográfica y población, estos países tuvieron una ventaja sobre el nuestro. Sin embargo, Brasil, una nación más extensa y poblada, pudo alcanzar un mayor número de muertes evitadas, entre 49 y 61 por cada diez mil habitantes. Si México hubiera alcanzado ese nivel de efectividad con su estrategia de vacunación habría salvado alrededor de 230 mil vidas adicionales.
El pobre saldo de la estrategia mexicana para enfrentar al COVID-19 ha sido reiterado por la Comisión Lancet sobre las lecciones para el futuro de la pandemia de COVID-19. Esta comisión estableció que México fue el país con más fallecimientos directamente atribuibles a la pandemia por millón de habitantes en el mundo, señalando al gobierno mexicano por varias acciones irresponsables y de desdén a la evidencia científica disponible.
De esta forma, las buenas noticias del fin de la emergencia sanitaria y la obtención de una nueva vacuna, si bien para celebrarse, no dejan de ser un amargo recordatorio de una mediocre estrategia de vacunación.