¡Es la incertidumbre! Claves para comprender el debate sobre las reformas
Hace algunas semanas, a mediados de septiembre, Bloomberg News advertía en una noticia que varios países en América Latina están inmersos en procesos de reforma que literalmente están asustando a los inversionistas internacionales. Un ejemplo, mencionado por Bloomberg y muy conocido por todos en México, era la reforma judicial y el daño que esta podría tener en las instituciones y el estado de derecho. El otro ejemplo, sumamente interesante, era una controvertida decisión de Alexandre de Moraes, juez del Supremo Tribunal de Brasil, quien ordenó la suspensión de la plataforma X de Elon Musk por negarse a cumplir un mandato judicial de eliminación de cuentas que divulgaban noticias falsas.
Es particularmente interesante la elección de los ejemplos de Bloomberg, porque colocaba en la misma bolsa dos situaciones aparentemente opuestas. Por un lado, la reforma en México que, según la misma nota, atenta contra la autonomía del poder judicial y el estado de derecho, y, por otro lado, una decisión de un poder judicial autónomo que estaba haciendo cumplir el estado de derecho.
Sabemos que, a veces, la economía es un poco esquizofrénica, pero la nota de Bloomberg, en realidad, no lo es. Y es que a los mercados, en realidad, no les importa en sí la independencia del poder judicial o el desarrollo institucional de un país; les importa que sus inversiones estén seguras, que no haya incertidumbre. Y si una reforma, por buena o mala que sea, incrementa la incertidumbre, o un juez independiente, por muy legítima que sea su actuación, incrementa la incertidumbre, eso es malo para los negocios. Parafraseando al presidente Clinton, podríamos decir: ¡Es la incertidumbre, estúpido!
Hay muchas maneras de dar certidumbre a los mercados, ya sea siendo una democracia como Suiza, teniendo un emir amigo de los mercados como en Dubai, o incluso con el Partido Comunista en China. Esto no lo estoy inventando; es algo que afirman las agencias calificadoras que evalúan la certidumbre de las inversiones y la capacidad de pago de los países. Estas agencias asignan a estos tres países —Suiza, los Emiratos Árabes Unidos y China— el grado de inversión, el más alto reconocimiento de la comunidad financiera internacional.
Entonces, ¿qué hay de las instituciones? ¿Acaso no importan? ¡Claro que importan! No sé usted, pero si me meto en un problema, prefiero estar en Suiza que en China o en Dubai, porque en Suiza hay instituciones que respetan mis derechos humanos, aun cuando los tres países tengan grado de inversión. Las instituciones, antes que nada, tienen un valor en sí mismas, independientemente del impacto que tengan sobre la economía. Por eso tiene sentido defender los valores de democracia y equidad que pueden mantener nuestras instituciones.
En México, desafortunadamente, en los últimos meses, el debate sobre el papel de las instituciones y las profundas reformas que estamos viviendo se ha centrado en la economía y el apocalipsis que, supuestamente, le seguirá. Creo que este enfoque es incorrecto.
Primero, tenemos que empezar por entender bien qué son las instituciones. Estas no son un edificio, una ley o una persona. Las instituciones son conductas, formales o informales, que rigen la manera en que se relacionan las personas en una sociedad. Por ejemplo, la institución de la democracia en México no es el INE; es la manera en que los mexicanos creemos, vivimos y ejercemos la democracia. Estas relaciones descansan sobre una infraestructura que las hace posibles: leyes, funcionarios y sistemas, a los que colectivamente se les llama capacidades del Estado. En nuestro ejemplo, el INE es lo que representa esas capacidades.
Daron Acemoglu y James Robinson, economistas que este mismo año fueron galardonados con el Premio Nobel de Economía, afirman que hay instituciones que son favorables para la prosperidad de los países y otras que no lo son. Por ejemplo, el respeto a la propiedad privada, la libertad de mercado y la transparencia favorecen el crecimiento. Por otro lado, hay instituciones extractivas que inhiben la actividad económica, como la corrupción y los monopolios. En la visión de estos economistas, la razón por la que fracasan (o tienen éxito) los países, desde el punto de vista económico, son las instituciones. Esta idea nos lleva a concluir que el camino hacia la prosperidad es simple: crear buenas instituciones. Esta ha sido la base de los proyectos de reforma estructural que se han implementado en muchos países, incluido México, en los últimos 30 años.
Que el éxito económico radique en las instituciones es una idea muy clara, pero algo tramposa. Porque entonces la pregunta importante ya no es cómo hacer para desarrollar una economía próspera, sino cómo podemos tener buenas instituciones. Y aquí la respuesta, la verdad, no es tan clara. Muchos expertos sobre el tema piensan que para desarrollar buenas instituciones necesitamos desarrollar esas capacidades de las que hablábamos: leyes, burocracias, sistemas. Y de ahí, solitas, las instituciones maduran y crecen. ¿Será verdad?
Seamos abogados del diablo y hablemos de otra institución: el lenguaje. Sin duda, cumple con la definición que dimos, al ser una conducta que rige profundamente la manera en que las sociedades interactúan. Hay críticos que dicen que nuestro lenguaje es machista y patriarcal, que relega a la mujer a un ámbito secundario. Hay quienes creen que el lenguaje patriarcal puede cambiarse modificando las leyes y normas formales, obligando al uso de un lenguaje inclusivo. ¿Cree que esto sea posible? Si dijo que no, entonces le invito a reflexionar si realmente una ley puede impulsar la institución de la democracia o la institución de la justicia.
Dicho esto, podemos empezar a pensar sobre lo que ha pasado en México en las últimas semanas. Las reformas constitucionales son reformas sobre las capacidades del Estado. Al modificar leyes, cambian la estructura del Estado y su burocracia, sin lugar a dudas. Sin embargo, el impacto que esto tendrá sobre el nivel de desarrollo institucional del país no se conoce aún.
Primero, debemos ser muy honestos y evaluar el impacto real que han tenido las reformas estructurales de los últimos 30 años en la formación de instituciones. Por ejemplo, en materia de Estado de Derecho, México ocupa el nada honroso lugar 128 de 142 países en el World Justice Index. Esto, a pesar de todas las reformas y la inversión en capacidades realizadas desde la reforma al Poder Judicial impulsada por el presidente Zedillo. La manera en que vivimos, actuamos y ejercemos la justicia es desastrosa.
¿Qué pasará, por ejemplo, con la reforma judicial? Este cambio en las capacidades del Estado, según los especialistas, podría terminar afectando negativamente el estado de derecho en el país. ¿Realmente cuánto? Justo por debajo de México, en el World Justice Index, está Turquía, una autocracia hecha y derecha bajo la mano de hierro de Erdogan, quien en 2017 eliminó sin tapujos la independencia judicial, instaurando una presidencia imperial respaldada por referéndum popular. ¿El nuevo Poder Judicial de México nos coloca en el mismo nivel que Turquía? ¿O quizá un poco más abajo?
Posiblemente esta postura le parezca cínica y chocante, pero la realidad es que México tiene muy malas instituciones, a pesar de la enorme inversión que se ha realizado en sus capacidades institucionales. Las reformas de este año, sin duda, tendrán un impacto, pero probablemente sea marginal. Sin embargo, hay dos elementos que debemos considerar para tener una perspectiva más completa sobre lo que realmente pasará en el país.
Tal vez, como señalan los premios Nobel, hay instituciones buenas y malas para la economía, pero la realidad del presente es que los mercados coexisten con instituciones buenas y no tan buenas, siempre y cuando estas les aseguren certidumbre. Ya sea la Asamblea Federal Suiza, el emir de Dubai o el partido comunista chino, el problema de México es que hoy no tenemos ninguno de los tres. Esa incertidumbre mata.
El otro problema es que, aun cuando el impacto real sobre el nivel de desarrollo institucional de estas reformas sea finalmente marginal, el gran problema radica en que son muchos cambios al mismo tiempo. No sabemos si, en el proceso de adopción de estos cambios, algo terminará rompiéndose. Y cuando digo que algo podría romperse, hablo de una crisis, pero no una crisis como las de los años 1980 y 1990. Una crisis en el contexto actual sería que la comunidad inversionista global percibiera tal nivel de incertidumbre en México que dejara de otorgarnos el aval del grado de inversión que actualmente tenemos.
Más allá de la visión apocalíptica que leemos todos los días en los medios, el proceso de reforma que vivimos debería analizarse bajo estos dos elementos. Primero, debemos preguntarnos honestamente dónde estábamos y dónde estaremos. Comparar dónde podríamos haber estado o dónde nos habría gustado estar es un ejercicio que no nos sirve de nada en este momento. El segundo elemento es cómo llegaremos a ese lugar: ¿será un proceso gradual y sin sorpresas, o hay algo que pueda generar una situación de tal incertidumbre que México termine perdiendo su grado de inversión?
Ante este panorama, se considera prioritario construir un entorno de certidumbre mediante la adopción de principios de transparencia y previsibilidad en los procesos de reforma. Es necesario que México implemente un enfoque que privilegie la comunicación clara con los mercados y la ciudadanía, detallando tanto los objetivos de las reformas como los mecanismos que garantizarán su implementación efectiva y la mitigación de riesgos. Este enfoque debe incluir el fortalecimiento de las capacidades institucionales existentes, fomentando prácticas de gobernanza abierta y asegurando que cualquier ajuste estructural se acompañe de medidas específicas destinadas a proteger los derechos y libertades fundamentales.
Asimismo, resulta fundamental promover un diálogo continuo con actores clave, incluyendo al sector privado, la academia y la sociedad civil, para diseñar políticas públicas inclusivas y fundamentadas en evidencia. Solo mediante un compromiso auténtico con la estabilidad y el fortalecimiento de las estructuras gubernamentales será posible reducir la incertidumbre, generar confianza entre los inversionistas y garantizar que las reformas contribuyan efectivamente al desarrollo sostenible y equitativo en el largo plazo.