La Corte y la consulta popular
La división de poderes se instituyó para limitar al poder ejecutivo.
Desde que existe en México, existe también la intención del ejecutivo de atenuar esta frontera, en especial con el poder judicial, quien puede invalidar lo resuelto por los otros dos poderes. La reciente decisión de la Suprema Corte sobre consultas populares reabre el debate sobre la presión presidencial sobre este tribunal.
Tras su actual conformación (1995) la presión que la Corte comenzó a sentir del ejecutivo una década después, fue meramente por el lado fiscal. Después de varios reveses litigiosos, el gobierno inclinó la balanza al aumentar significativamente el presupuesto del poder judicial, convirtiéndolo en garante del mismo (y de los impuestos que lo sustentan) y otorgar a la Secretaría de Hacienda un rol relevante en la designación de algunos ministros.
La presión no vendría ya del teléfono rojo de Bucareli, estaría dada desde la conformación de las ternas presidenciales con el aval del titular de Hacienda. Para asegurar la debida discusión sobre la invariable constitucionalidad de los impuestos desde hace quince años, fueron designados como ministros dos titulares del SAT y un ex procurador fiscal.
En los últimos treinta años, salvo en un par de notorios diferendos del Presidente Calderón con el Ministro Zaldívar, no recuerdo que un presidente cuestionara públicamente a la Corte.
Esto cambió radicalmente con el Presidente López Obrador: desde su “tremenda Corte” cuando -siendo opositor- desacató la suspensión de un amparo, a sus referencias a un tribunal conservador, a obligar a la reducción salarial de los ministros, al señalamiento a su “deshonestidad” por haber frenado la Ley de Remuneraciones de Servidores Públicos, la coerción para provocar la “renuncia” del Ministro Medina Mora, la designación de ministros notoriamente más leales que capaces, la coacción que ejerció su círculo de colaboradores en la revisión de la llamada Ley Bonilla, su iniciativa de reforma judicial (acotada al final por el Ministro Zaldívar) signada desde el púlpito mañanero, el señalamiento sobre “la arrogancia de sentirse libres” que le endilgó al propio Zaldívar por no haber asistido al segundo informe, el reciente calificativo de “muy vergonzoso” al rechazo de la Corte en 2014 a una consulta popular en materia energética (de la ponencia de la Ministra Sánchez Cordero), la amenaza de modificar la Constitución si la consulta sobre enjuiciamiento a expresidentes era rechazada, su inconformidad a los términos en que se reformuló la pregunta y su remate a los hechos de esa semana con la aclaración no pedida de un “no presioné a la Corte”, evidencian una permanente descalificación presidencial sin precedentes.
La resolución de la Corte carece de rigor jurídico. Los débiles argumentos de su mayoría plenaria (como los que les he leído o escuchado en asuntos tributarios a los ministros Pérez Dayán, Franco, Laynez o a la propia ministra en retiro Sánchez Cordero) son impropios de un tribunal constitucional.
La inservible pregunta que le otorgaron al ejecutivo de vuelta abre –sin embargo- un espacio para reflexionar sobre si esta pírrica resolución de carácter político liderada por Zaldívar somete definitivamente a la Corte o la salva de quien pretende mandar al diablo a la división de poderes. Veremos.