De jueces, fiscales, políticos y periodistas

Malos tiempos para la libertad, el matrimonio de conveniencia entre el poder político y el periodístico ha acabado por adulterar uno de los fundamentos de las sociedades libres.
21 Junio, 2017

 

La prensa libre es la piedra fundamental de toda libertad; sin ella no habría libertad.

Robert U. Brown

 

Es probable que una de las peores herencias de la Transición sea la cohabitación entre prensa y política.

O, mejor dicho, entre el poder político y los medios de comunicación, cuyas relaciones, en muchos casos, van más allá de lo recomendable. Incluso, de lo decente.

Con solo echar un vistazo a la mayoría de los diarios –en papel o internet– cualquiera es capaz de adivinar su posición ideológica. Y casi hasta sus fuentes informativas.

El problema, sin embargo, no es que tengan ideología, al fin y al cabo, cualquier periódico es un producto intelectual y es lícito que tenga su propio criterio.

Ortega, Araquistain, Bonafoux (que decía de él mismo que era un criminal encadenado a su pluma) o Urgoiti eran mitad políticos y mitad periodistas. Mitad monjes, mitad soldados.

 

 Cualquier periódico es un producto intelectual y es lícito que tenga su propio criterio.

 

El propio Larra logró ser diputado respaldado por los caciques locales, y aunque el acta le duró pocos días tras la asonada de los sargentos de La Granja, nadie dudaría que artículos como el día de los difuntos son una colosal obra literaria y la más descarnada crítica social y política que se ha hecho del tiempo que le tocó vivir.

Lo singular es la ausencia de rubor –y hasta el descaro– a la hora de mostrar sus preferencias, lo que indudablemente se refleja en lo que leen los lectores y en la aparición de fenómenos como el populismo.

El Brexit o Trump son hijos de la mentira periodística. Como Lerroux –otro director de periódicos– lo era de los excesos de la Restauración.

Esa fraternal camaradería –utilizando un término amistoso– nació (sin necesidad de remontarse más atrás) al comienzo de la Transición, cuando el objetivo prioritario era consolidar la democracia, lo que explica que ambos viajaran en el mismo tren filtrando o sesgando la información.

 

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O, incluso, callándola para que no descarrilara el convoy.

Y sirvan como ejemplo la utilización de la prensa en el debate constitucional o el papel jugado por los medios durante el largo reinado de Juan Carlos sobre su persona.

O el mutismo clamoroso en los tiempos del GAL. O la silente corrupción nunca denunciada por los medios amigos. O esas fotografías íntimas que solo salieron a la luz cuando alguien quiso comprar un banco frente a la oposición del Gobierno.

Esa simbiosis contra natura –objetivamente sus intereses son distintos– fue una calamidad, pero, al menos, podría llegar a entenderse en aquel difícil contexto político.

Al fin y al cabo, lo prioritario era salvar el sistema democrático. Lo extraordinario es que, cuatro décadas después, esas relaciones insalubres gozan de excelente salud. 

 

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El poder zapateril

Hace algunos años un veterano dirigente del Partido Popular presumía en su noble despacho de la calle Génova de que a cambio de una televisión (el origen del duopolio) su partido había logrado un periódico volcado en la causa conservadora.

Mientras que hace menos años, un grupo de amigos cercanos al poder zapateril lograba que el inquilino de la Moncloa les regalara una licencia por la cara que ahora, con el paso del tiempo, ironías del destino, ha destruido a su partido y les ha enriquecido a ellos.

Desde Moncloa, incluso, se ha salvado a una cabecera en quiebra por razones de Estado con ayuda del Ibex.

Y el reparto de concesiones administrativas no es más que un vulgar chalaneo en la mayoría de las comunidades autónomas, donde el jefe político de turno busca a las élites locales para su gloria y poder tejer su propia red de aliados.

Las 'liaisons dangereuses' entre prensa y poder, desde luego, no son un monopolio español. Pero con matices.

 

Katherine Graham, editora del diario The Washington Post.

 

Y ahora que se van a cumplir cien años del nacimiento de esa extraordinaria editora que fue Katharine Graham merece la pena recordar que el principal oficiante durante su funeral fue Henry Kissinger, gran amigo de la familia.

Kissinger, como se sabe, fue secretario de Estado de Nixon, precisamente el presidente descabalgado por el 'Washington Post' por sus mentiras en el caso Watergate.

La legendaria editora del Post, sin embargo, nunca frenó la investigación y, por el contrario, alentó a Bernstein y Woodward para que desenmascararan al tramposo.

También ha habido lunares. Graves, sangrientos e inmundos. Los dos periódicos de referencia en EUA ('NYT' y 'Washington Post') mintieron en los meses previos a la guerra de Irak.

Y pasado el tiempo, tuvieron que pedir perdón a sus lectores por la ausencia de rigor en muchas de sus informaciones, que incluían falsedades suministradas por los servicios secretos y por la propia Casa Blanca.

 

 

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Un claro caso de corrupción entre medios y poder político.

Esa confabulación, en el sentido literal del término, adquirió en España tintes homéricos el 26 de noviembre de 2009, cuando una docena de diarios catalanes salió a la calle publicando un editorial conjunto defendiendo el Estatut y atacando al Tribunal Constitucional, a quien le quitaban legitimidad para pronunciarse sobre la constitucionalidad de la norma.

Nunca el periodismo, nacido para controlar el poder, había caído tan bajo por un puñado de publicidad institucional y algunas suscripciones.

Es a raíz del Estatut, precisamente, cuando la justicia se cuela como un instrumento útil para ambas partes para abrir en canal al adversario político.

Y no solo a través de las 'brigadas patrióticas', que comienzan a filtrar numerosas investigaciones al margen de procedimientos judiciales declarados secretos, sino, también, con el objetivo de ajustar cuentas entre bandas rivales dentro de los distintos aparatos del Estado.

Juego sucio para destruir al adversario.

 

 

Donde antes había un editor, ahora hay un contable. Donde antes había una sociedad de redactores, ahora hay obediencia debida.

 

Supuestos periodistas

Fruto de ello, la opinión pública ha podido conocer a siniestros comisarios que nadaban –y aún lo hacen en la sombra– en el lodazal de los servicios secretos traficando con información; a conspiradores de medio pelo que reciben en hoteles de lujo, como lo hacían los jefes de la mafia, para hacer tráfico de influencias mientras los acólitos besan el anillo cardenalicio; a fiscales con ganas de enredar para hacer carrera; a jueces que son la antítesis de la mesura y del trabajo riguroso.

O, también, a supuestos periodistas –lo peor de lo peor– que se creen muy informados, pero que solo son lacayos y correveidiles del poder.

Del poder político y del poder empresarial. Simple morralla que se vende por un asiento en el palco del Bernabéu y que, en cualquier otro país, hubieran sido expulsados del ecosistema informativo por su mala praxis.

Así es como se ha llegado a este estado de cosas. El tridente jueces, periodistas y políticos ha convertido la cosa pública en un espectáculo mediático a costa del debate político en el parlamento.

Exactamente igual que sucedía en las postrimerías del franquismo, cuando la ausencia de libertad –y de un parlamento elegido democráticamente– desplazó el debate político hacia el entorno de la prensa y hacia espacios como La Clave.

Era la época dorada de los editores. Mientras que hoy lo que hay son políticos metidos a periodistas y periodistas metidos a políticos que pretenden quitar y poner ministros. No para ejercer su función de crítica, sino para colocar a sus afines.

 

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La crisis de la prensa y del sistema de representación política, sin duda, han alentado este fenómeno.

Una crisis provocada no solo por los avances tecnológicos y por el hecho de que la prensa ha perdido el monopolio de la información, sino por la irrupción de sujetos que nada tienen que ver con el periodismo.

Pero que se han apropiado de dignas cabeceras para sus intereses personales, que no son otros que estar siempre cerca de las migajas que entrega el poder después de haber llevado a sus empresas a la ruina.

Y que confunden el contrapoder –que es la esencia de la prensa– con el poder –que es la esencia de la democracia–.

Donde antes había un editor, ahora hay un contable. Donde antes había una sociedad de redactores, ahora hay obediencia debida.

Esa es la mejor manera de destruir un periódico. Incluso, la calidad institucional de un país.

Justo lo contrario de lo que sostenía Joseph Medill, director fundador del ‘Chicago Tribune’, que en una ocasión describió la fórmula para hacer un buen diario: “Pues bien, dad noticias”. Así de fácil.

 

Twitter: @mientrastanto

Carlos Sánchez Carlos Sánchez Director Adjunto de El Confidencial (www.elconfidencial.com) diario digital español. Madrileño, licenciado en Ciencias de la Información. Autor de "Los Nuevos Amos de España" y "Dinero Fresco". Ha trabajado en radio, televisión y prensa escrita españoles.