Reflexiones sobre la Reina de Inglaterra: ¿Y si en realidad lo que necesitamos es un rey?
Primero que nada, he de confesar que conocí a la reina personalmente.
Como cabeza del Colegio Christ Church en Oxford, la soberana visitaba anualmente la universidad donde estudiaba. Siendo estudiante de posgrado, en una de esas visitas, una compañera nos metió al colegio a mí y otros estudiantes para ver a la reina de cerca. Llegó en su Roll Royce morado con una muy pequeña comitiva, nada comparado con los aspavientos de nuestros líderes latinoamericanos.
La soberana impone una mezcla de sentimientos muy ajenos a quienes no estamos acostumbrados a la institución monárquica. ¿Respeto?, ¿admiración?, ¿simple curiosidad?, la verdad no lo sé, pero la realidad es que ver a la reina de cerca puede imponer hasta al republicano más liberal. Creo que la única persona que nos pudo inspirar sentimientos similares como mexicanos fue el Papa Juan Pablo II.
¿Por qué un pueblo liberal con valores democráticos abraza con tanto gusto a una institución tan anacrónica como la monarquía en pleno siglo XXI? Pese haber vivido 5 años en Inglaterra no tengo una buena respuesta. Mis amigos ingleses, creo que se inclinaban por justificarlo con la tradición, la costumbre y un extraño análisis personal de costo beneficio sobre el impacto de la monarquía en el turismo. Para australianos y canadienses la justificación era aún más extraña. Creo que era una manera de mantener un vínculo cultural con la madre patria.
Probablemente, la aceptación haya sido más hacia la persona de Isabel II que a la monarquía. Todos los ingleses de mi edad, contaban historias de cómo sus abuelos durante la Guerra, crecieron viendo a la Familia Real rechazar refugiarse en Canadá y quedarse en Londres. La imagen de la joven princesa Isabel en uniforme militar durante la Batalla de Inglaterra en un Londres bombardeado por los Nazis resultaba muy poderosa para los ingleses. Curiosamente, lo extraordinario radica en que un rey y una princesa pasarán las mismas penurias que su pueblo, lo cual probablemente es lo mínimo que se le exigiría a un jefe de estado sin sangre azul.
El deceso de la monarca y la ascensión al trono de Carlos III parece que ha destapado una olla de presión de sentimientos republicanos y críticas al imperialismo británico personificada en la figura de los Windsor. Esta semana hemos podido entrever en los medios británicos feroces críticas a la institución y llamados a un modelo de estado más democrático. Una de las críticas que más llamó mi atención fue la del miembro del parlamento Clive Lewis, abiertamente republicano.
En una columna en The Guardian, Lewis se pregunta qué es lo que motiva a sus conciudadanos a formarse y hacer una fila de 12 horas para darle el último adiós a su reina. Lewis, a pesar de ser un crítico de la monarquía no se burla de estas personas; por el contrario, concluye que es probablemente el deseo de “pertenecer a la historia” y la necesidad de “ser parte de algo más grande que ellos”. Esto es lo que Isabel II probablemente le haya regalado a su pueblo.
Lewis lanza otra pregunta. Si Reino Unido quiere ser un estado plenamente democrático, una república con un jefe de Estado electo, sujeto a las mismas reglas que todos los británicos, entonces, ¿cómo podría una democracia darle al pueblo ese sentimiento de propósito? ¿Cuántas personas estarían dispuestas hacer una fila de 12 horas para rendirle homenaje a cualquiera de los primeros ministros británicos en los últimos 50 años? En este punto es donde la reflexión sobre el papel de la Reina de Inglaterra se vuelve relevante para todos. Si llevamos esta introspección al siguiente nivel, la pregunta es ¿qué tipo de liderazgo requiere una sociedad que aspira a ser democrática en el siglo XXI?
La reflexión es seria, pues probablemente esa necesidad de ser parte de algo es el motor detrás de muchas decisiones que los pueblos toman y son difíciles de explicar. Una manifestación oscura de esa necesidad de pertenencia bien podría explicar el surgimiento de los populismos nacionalistas en los Estados Unidos, Europa y la India, pese a las implicaciones negativas de sus agendas políticas en materia económica y social. En nuestro México, muchos batallan en explicar la alta popularidad del presidente López Obrador. ¿Qué tal si lo que explica el apoyo popular al presidente, es simplemente el haber inspirado un sentido de pertenencia en un pueblo que se sentía excluido históricamente?
Retomo la reflexión del parlamentario Clive Lewis y su esfuerzo de entender el sentimiento del pueblo británico en estos momentos. Si Inglaterra algún día se convierte en república, es seguro que no lo hará ridiculizando los sentimientos del pueblo hacia su reina. Lewis concluye que la agenda para transitar hacia la república deberá internalizar la necesidad de ofrecer al pueblo un sentimiento de pertenencia que vaya más allá que tecnicismos económicos y críticas sombrías. Bien valdría la pena que alguien le explicara esto al presidente Biden y al Partido Demócrata, antes de que vuelva a hablar de los “deplorables” que apoyan el movimiento “Make American Great Again”, o bien, a la oposición en nuestro país.
¿Y esto es posible? ¿Será que solo un soberano de sangre azul o un líder sobrehumano es capaz de satisfacer esta necesidad de ser parte de algo más grande que nosotros? En México en los últimos 200 años hemos estado varias veces tentados a responder que sí. Dos emperadores, un dictador todopoderoso y la cuasi monarquía electiva del PRI posrevolucionaria, parecen confirmar esto. Sin embargo, quienes creemos en la democracia liberal tenemos la responsabilidad de ser optimistas y dejar de esperar a un rey o líder que resuelva todos nuestros problemas, más acorde a nuestra realidad.
En este contexto, ser optimista significa creer que es posible crear liderazgos que conjuguen conocimiento y empatía. Es difícil, pero incluso en los complejos momentos que vive el mundo podemos encontrar un par de ejemplo. Jacinta Arden, Primera Ministra de Nueva Zelanda, Sanna Marin, Primera Ministra de Finlandia, o Mia Mottley Primera Ministra de Barbados son algunos modelos de liderazgo a los que deberíamos poner mayor atención, por su capacidad de generar resultados, sobrellevar crisis, generar empatía y -sobre todo-, de ganar elecciones con un alto apoyo popular.
El historiador británico Eric Hobsbawm decía que el siglo XX corto se extendía entre el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 y la caída de la Unión Soviética en 1991, al comprender ese periodo los sucesos más importantes del siglo pasado. Si Hobsbawm viviera, probablemente diría que el siglo XX largo ha terminado con la pandemia del COVID-19 y la Invasión de Rusia a Ucrania al haberse derrumbado mucho, de lo que dimos por sentado el siglo pasado.
Es una coincidencia muy simbólica que el deceso de la Reina de Inglaterra, la última figura pública que aún nos unía al corazón del siglo XX, suceda hoy. El siglo XX se ha ido por completo, las formas de ver al mundo cambian de una manera que excede nuestra comprensión y sin embargo aún nos aferramos a modelos de liderazgo que no responden a nuestra realidad.
Es momento de ver más allá de nuestra circunstancia y replantearnos seriamente la imagen del liderazgo que requeriremos para resolver los grandes retos que nos esperan en este siglo, sin perder de vista la importancia de dar sentido y pertenencia más allá de nuestra inmediata realidad material.