¿Por qué la confrontación económica ya no funciona?

En un mundo cada vez más entrelazado, seguir creyendo que las guerras comerciales son una herramienta eficaz para asegurar el liderazgo geopolítico no solo suena anticuado: es una apuesta que genera más pérdidas que ganancias.
La confrontación económica, especialmente entre potencias como Estados Unidos y China, parece no entender el momento histórico en el que estamos. El planeta ya no se divide en dos grandes bloques enfrentados; vivimos en una red compleja de interdependencias donde las acciones de uno resuenan (y golpean) en muchos otros.
Es importante considerar que el comercio internacional es mucho más ágil que la política. Frente a cada sanción, las empresas reorganizan sus operaciones, diversifican rutas y buscan nuevas alianzas. China, por ejemplo, no se quedó de brazos cruzados. Ha intensificado sus inversiones en manufactura en terceros países para seguir exportando, ha reforzado sus sectores estratégicos y ha acelerado su camino hacia la autosuficiencia tecnológica. En otras palabras, las sanciones que buscaban frenar su avance han terminado por incentivarlo.
Un ejemplo de esto son los controles tecnológicos impuestos por Washington sobre la fabricación de semiconductores. Lejos de aislar a China, la han llevado a consolidar su posición en sectores clave. Hoy controla buena parte de la producción de los llamados “chips de legado”, que ya no representan la frontera de la tecnología o la velocidad, pero que siguen siendo críticos para miles de aplicaciones industriales, automotrices y de consumo diario. Por ejemplo, se utilizan en los microcontroladores que regulan lavadoras, refrigeradores o el aire acondicionado. También se encuentran en los códigos QR, las tarjetas inteligentes y los lectores biométricos. En este segmento, China ya tiene la ventaja, tanto en capacidad de producción como en costos y escala. El castigo indiscriminado no genera disuasión, sino adaptación.
Esto no significa que todas las medidas económico-comerciales sean contraproducentes o que los países deban renunciar a defender sus intereses estratégicos. Hay ámbitos, por ejemplo, la exportación de tecnología con aplicaciones militares, en los que es razonable establecer controles selectivos por seguridad nacional. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre esas acciones focalizadas y una estrategia amplia de contención económica. El error de la confrontación actual ha sido confiar casi exclusivamente en bloquear al adversario, en lugar de reforzarse uno mismo y buscar compromisos internacionales. Al criticar las sanciones indiscriminadas y los aranceles generales, no se aboga por la ingenuidad de dejar vía libre en temas sensibles, sino por recurrir a enfoques más inteligentes y multilaterales.
¿Cuáles serían esas alternativas? En lugar de tratar de aislar y castigar económicamente a las potencias rivales, Estados Unidos podría centrarse en invertir en innovación y competitividad internas, como ya lo hace con la reciente ley de chips de la administración anterior, además de reforzar sus relaciones con sus socios comerciales. Otra vía es fortalecer las instituciones internacionales y la diplomacia económica: retomar negociaciones comerciales globales, actualizar normas de la OMC para abordar prácticas desleales y utilizar foros multilaterales para resolver disputas. Estas opciones pueden no ser tan inmediatas como un golpe de sanciones, pero construyen fundamentos más sólidos y duraderos para la estabilidad económica global.
Lo más preocupante es que el impacto más probable de las medidas proteccionistas, al menos en el corto plazo, no es un reposicionamiento estratégico exitoso, sino una mayor inflación, pérdida de empleos y el riesgo de una recesión. Restringir el acceso a insumos clave, encarecer productos tecnológicos o fragmentar cadenas de suministro globales no ocurre en el vacío: se traduce en mayores costos para las empresas, precios más altos para los consumidores y presión sobre la actividad económica.
En lugar de fortalecer a la economía estadounidense, una guerra comercial prolongada puede debilitarla desde dentro, erosionando la competitividad de su industria y el poder adquisitivo de su población. En una coyuntura donde la ciudadanía ya está preocupada por el costo de vida, el empleo y el acceso a servicios básicos, estas medidas no se perciben como estrategias de seguridad nacional, sino como decisiones que agravan los problemas que se supone deberían resolver.
Entonces, ¿qué hacer? La forma más efectiva de preservar la ventaja estratégica no es asfixiar al otro, sino acelerar la innovación propia, diversificar las alianzas comerciales y asegurar que la economía nacional tenga cimientos sólidos.
Una estrategia moderna de liderazgo económico no necesita muros: necesita reglas claras, socios confiables y un sentido de propósito común. Apostar por acuerdos multilaterales, fortalecer la producción local con base en incentivos inteligentes y compartir estándares con países aliados puede rendir más que cualquier medida punitiva.
Las guerras comerciales pertenecen al siglo pasado. El liderazgo ya no se conquista con golpes, sino con la capacidad de conectar redes, ideas y aliados. Se construye con visión, con cooperación, y con la capacidad de generar valor compartido. No se trata de ceder, sino de jugar con inteligencia. Porque en un mundo interdependiente, liderar no es controlar. Es convencer.
