Trump, los impuestos y la sucesión presidencial
Una de las lecturas que pueden explicar el inesperado resultado electoral del pasado 8 de noviembre se relaciona con el posicionamiento de Donald Trump en materia de impuestos y gasto público.
Para el votante afín al partido demócrata, los impuestos constituyen un mecanismo de redistribución de la riqueza.
Gravar a las clases altas permite generar recursos para beneficiar a los más desprotegidos, como sucede con los programas de asistencia médica para quienes carecen de un plan de cobertura de salud (Obama Care).
Para los demócratas, el estado es un agente que corrige distorsiones del mercado y debe intervenir para cerrar brechas sociales.
Para el simpatizante republicano, el esquema es el contrario: mis impuestos no deben financiar ineficiencias o carencias de otros. Por ello, tampoco deben sostener aparatos burocráticos que resuelvan problemas de terceros y no propios.
Para ellos, la presencia estatal debe reducirse al mínimo posible para garantizar protección a los ciudadanos y a sus propiedades. La riqueza debe permanecer con quien la genera, no con quien la malgasta.
Así, Trump encarnó la aspiración del votante conservador que se niega a contribuir a la pesada losa de un gobierno parasitario. Pero fue más allá: Trump se jactó de no pagar impuestos por años, y lo hacía porque nadie conocía el código fiscal mejor que él.
Se erigió como el exitoso empresario que no sólo señaló a las instituciones públicas por costosas e ineficaces, sino que se daba el lujo de no contribuir a su sostenimiento. Pudo criticar al gobierno (e inclusive a los partidos políticos) porque no formaba parte del “establishment”. Él era hábil, Hillary corrupta. El demagogo mandó al diablo a las instituciones, y la población –que ilusamente anhela lo mismo que su populista líder- lo secundó en el voto.
Lo anterior viene al caso, ya que estamos por enfrentar en México un proceso electoral rodeado de ingredientes similares a los de la sucesión presidencial norteamericana: hartazgo ciudadano a la costosa inoperancia gubernamental, desencanto ante la retórica de los partidos políticos, gasto público excesivo que se dilapida en programas clientelares que combaten la desigualdad (al tiempo que la perpetúan), inseguridad en las calles y corrupción.
Para denunciar estas deficiencias, contamos aquí con un demagogo que también se autoproclama fuera del sistema–al que llama ‘mafia en el poder’, que se declara víctima de las instituciones, medios de comunicación y de procesos electorales adversos, que tampoco aporta al fisco nacional, que cuenta con una numerosa masa de seguidores –tan incondicionales como mayormente iletrados- y que quiere ser presidente de la república.
Las similitudes de circunstancias y personajes son notorias y nadie –menos aún los encuestadores- podrá asegurarnos que no se instale en Palacio Nacional un populista, conservador e ignorante como López Obrador.
Mientras nuestros impuestos sigan financiando opacos presupuestos para cubrir gasto corriente, comprar despensas para acarrear votos, sostener partidos opositores más dispuestos a la componenda y a la complicidad que al contrapeso, pagar generosos sueldos y prestaciones de jueces y ministros sumisos frente al poder estatal y llenar los bolsillos de algunos gobernadores, el electorado se verá tentado a sufragar por un puro que se perciba fuera del anquilosado sistema.
@erevillamx