¿Es una revuelta? Lo que hay en Cataluña es una revolución
La pregunta se la han hecho muchos historiadores. ¿Por qué EU, con un territorio inmenso -veinte veces la superficie de España-, continúa siendo un único Estado dos siglos largos después de su independencia? La respuesta que dan los especialistas en historia norteamericana es algo más que razonable.
EU ahogó las tentaciones secesionistas con flexibilidad política, algo que le permitió acometer complejos procesos sociales, como fue la inmigración masiva o la ocupación de nuevos territorios a partir de las trece colonias originales, sin generar graves convulsiones secesionistas. En todo caso, fueron sofocadas tras la cruenta guerra civil, que a la postre se convirtió en una vacuna para mantener unido el vasto territorio.
Fueron esas ideologías flexibles, dicen los historiadores, las que han permitido al país adaptarse eficazmente a los cambios sociales y políticos propiciados por la inmigración y por el nuevo papel de EU, quien a partir de la Gran Guerra se convirtió en una potencia mundial.
La flexibilidad política es lo que explica, igualmente, el éxito de la construcción europea. Enemigos irreconciliables fueron capaces de pactar tras las dos devastaciones horrorosas del siglo XX. Y la propia Constitución española de 1978 caminó en la misma dirección.
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Una lectura de los debates constituyentes –que pueden leerse en la página web del Congreso– da idea de cómo el cruce de argumentos hizo posible el mayor periodo de prosperidad de la historia de España. Probablemente, porque los constituyentes hicieron caso al presidente de la Comisión Constitucional, el venerable Emilio Attard, quien pidió a los constituyentes que hicieran su trabajo “sin dramatismos” y “sin parlamentarismos castelarinos”, pero que fueran conscientes de que iban a escribir “una página histórica”.
El nacionalista Miquel Roca representó entonces –hay que decirlo– ese espíritu constructivo, y haciendo suyo un célebre discurso de Cambó, que se había solidarizado con un polémico editorial publicado por el diario ‘El Sol’ (el periódico más liberal y regeneracionista de la época), dijo a los constituyentes: “Debemos llegar a un acuerdo para plantear y resolver un problema sustantivo, que no es una fachada, que no es una etiqueta, que es una realidad compuesta de piezas que podemos discutir y analizar. Y tengo la seguridad de que en su discusión podrán chocar los pareceres, pero no chocarán los sentimientos”.
Cartel anunciando el referéndum por la independencia de Cataluña
LA POLÍTICA COMO INDUSTRIA DEL ENTRETENIMIENTO
Es evidente que en todo lo que rodea a Cataluña han triunfado los sentimientos –se habla de humillaciones, de la dignidad de un pueblo o, incluso, de un insólito "a por ellos"– frente a la razón, lo que explica que todos los puentes de comunicación hayan saltado por los aires. Probablemente, porque la política forma parte ya de la industria del entretenimiento, y cualquier opción templada aparece ante buena parte de la opinión pública como una renuncia a principios que se consideran innegociables.
Olvidando, ciertamente, que la forma de Estado o la estructura territorial de un país no es más que un instrumento para satisfacer las demandas de los ciudadanos, nunca un fin en sí mismo. Constituciones óptimas, como bien sabe España, han sido devoradas por pasiones políticas que no han pretendido ni el diálogo ni la solución de los problemas.
Este fetichismo de los territorios frente a las personas tiene que ver con una concepción localista y hasta chabacana de la política. Pero también con una arquitectura institucional y electoral que favorece la creación de bloques territoriales frente a la existencia de representantes vinculados a los electores o a la ideología.
En la política española, de hecho, y ante la ausencia de instituciones que canalicen el debate autonómico, florece el frentismo territorial. Hasta el punto de que los líderes políticos, sindicales o empresariales lo son, precisamente, porque son capaces de sumar o restar territorios: Andalucía contra Pedro Sánchez o Madrid (en tiempos de Esperanza Aguirre) contra Rajoy. Extremadura contra Cataluña –o La Rioja contra el País Vasco– cuando se habla de dinero. O el sur contra el norte o el arco del mediterráneo contra la meseta en un reduccionismo político que solo lleva a la confrontación.
El Congreso, incluso, se ha convertido en un sucedáneo de Senado y ciertos partidos se organizan en torno a los territorios, al tiempo que algunos diputados no piensan en el interés general, sino solo en lo que pueden llevarse a sus geografías por interés electoral. El PNV o los diputados canarios, de hecho, se comportan a menudo como una mera caja registradora en Madrid, y su único interés es satisfacer los intereses territoriales, lo cual es correspondido por el gobernante de turno para alcanzar una mayoría suficiente.
Esta territorialización de la política enferma la convivencia y convierte una cuestión racional –la estructura organizativa y administrativa de un país– en un problema de naturaleza sentimental. Al fin y al cabo, y como decía Max Aub, uno es de donde hace el bachillerato.
De hecho, muchos de los que hoy saldrán a la calle para reivindicar la independencia de Cataluña o, simplemente, para demandar el derecho a decidir y que haya un referéndum con todas las de la ley, se mueven más por un interés emocional que puramente racional, como se observó con el Brexit, en el que Bruselas era culpable de todos los males. Madrid como solución y Madrid como problema. Pero siempre Madrid en el foco de todas las tensiones.
El Presidente Puigdemont anuncia la realización del referéndum el 1 de octubre sobre la independencia de Cataluña
GANAR O PERDER GUERRAS
Ese es, precisamente, el caldo de cultivo en el que se mueve el nacionalismo, muchas veces alimentado inconscientemente por los partidos 'de Madrid', incapaces de plantear una actualización del pacto constitucional, y que, en realidad, es hoy lo que está en juego.
Un pacto que va mucho más allá que el referéndum del 1-O, que puede convertir una derrota (nadie cree que la fantasmagórica consulta sea ni creíble ni legítima) en una victoria para los independentistas, que cumplen a rajatabla aquello que decía Pemán de los italianos, que ganan todas las batallas que pierden. Y esta batalla, aunque no debería llamarse así, la ganarán las próximas generaciones de nacionalistas, hoy adoctrinados por incomparecencia del Estado, que ni siquiera ha sido capaz de construir un relato común sobre la historia de España.
Los historiadores del futuro no podrán salir de su asombro cuando certifiquen que ni Rajoy ni Sánchez ni Rivera han sido capaces de hacerse una foto juntos en la crisis institucional más preocupante de los últimos 40 años. Y eso es que lo que sucede en Cataluña, parafraseando aquello que le dijo el duque de La Rochefoucauld a Luis XVI dos días antes de la toma de la Bastilla, no es una revuelta, es una revolución.
No se trata de dar más a Cataluña o de extender a otros territorios los privilegios a cuenta del cálculo del cupo vasco o la aportación navarra, sino de construir una vivienda habitable para todos a partir de tres premisas: la creación de instituciones capaces de articular el debate territorial (el Senado); un nuevo modelo de financiación territorial incrustado en la Constitución para evitar que minorías parlamentarios puedan presionar a su favor y, por último, una nueva ley electoral en la que los territorios sean sustituidos por circunscripciones más pequeñas para favorecer que los elegidos se deban a los electores y no de forma mecánica a la geografía.
En definitiva, desincentivar el uso del territorio como arma política, cuando en realidad los problemas de la sanidad, de la educación o de las pensiones son los mismos en el conjunto de España. Por supuesto, desacralizando cualquier reforma constitucional, como ya se advirtió en los debates constituyentes.
Lo dijo Herrero de Miñón en aquella ocasión: “¿Qué es una nación? Una nación”, respondía, “es, ante y sobre todo, la voluntad de vivir juntos; pero vivir juntos voluntariamente exige antes estar cómodos para convivir. Por eso la nación es un orden de convivencia en libertad. En los imperios antiguos, como en las modernas dictaduras y Estados totalitarios, no existe una voluntad de vivir juntos; existe más bien una necesidad de vivir concentrados”.
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Y hoy en Cataluña, guste o no, lo que hay es un sentimiento nacional de buena parte de la sociedad que se ha ido incubando durante años ante la pasividad del Estado, y que es coherente con aquello que dijo Bertolt Brecht de los nacionalismos en sus historias de almanaque:
"El protagonista de la obra, el señor K., no consideraba necesario vivir en un país determinado. Y pensaba para sus adentros: 'En cualquier parte puedo morirme de hambre'".
Pero un día en que pasaba por una ciudad ocupada por el enemigo del país en que vivía, se topó con un oficial del enemigo que le obligó a bajar de la acera por la que caminaba. Tras hacer lo que se le ordenaba, el señor K. se dio cuenta de que estaba furioso con aquel hombre, y no solo con él, sino que lo estaba mucho más con el país al que este pertenecía, hasta el punto de que deseaba que un terremoto lo borrase de la faz de la tierra.
“¿Por qué razón –se preguntó el señor K.– me convertí por un instante en un nacionalista? Porque me topé con un nacionalista. Por eso es preciso extirpar la estupidez, pues vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella”.
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