Acapulco, desastre social
En una devastación como la vivida en Acapulco por el huracán Otis la primera reacción suele ser culpar a la naturaleza y enfocar la atención en las fatalidades humanas y los costos económicos.
Sin embargo, la catástrofe es social y una de similar o mayor tamaño que se gesta gradualmente es la pérdida de desarrollo que acorta vidas, trunca planes de progreso personal y sume en la pobreza persistente a miles de personas. Esta última apenas se está asomando para ser apreciada y medida.
Los desastres climáticos no son naturales, provienen de la acción humana a lo largo de su historia. Un evento meteorológico puede representar una amenaza, pero la vulnerabilidad ante él se construye socialmente. Decir que la naturaleza es responsable de lo ocurrido y que poco o nada podía haberse hecho ignora la información sobre los crecientes peligros ambientales y la falta de medidas para resistir sus estragos, ya sea en vidas o materiales.
En Acapulco, la presencia de un huracán de la máxima intensidad como lo fue Otis es extraordinaria, pero es bastante común el levantamiento de construcciones altamente expuestas a estos fenómenos y sin medidas de protección a la altura de los riesgos. La falta de infraestructura de previsión, la ausencia de zonas de amortiguamiento y la proliferación de viviendas de materiales precarios son ejemplos de ello.
Al momento de escribir estas líneas se contabilizan oficialmente 46 muertes ligadas al huracán, lo que representa alrededor de 1.5 veces el promedio anual de defunciones nacionales registradas por este tipo de fenómenos de 2019 a 2022 (30.5). La reconstrucción se estima costará en cerca de 270 mil millones de pesos, alrededor de 13.5 veces de los fondos públicos disponibles para la totalidad de desastres climáticos en el país, y se calcula tomará cinco años.
Minimizar el alcance de la devastación es una forma de hacerla más grande. De acuerdo con el Nobel de economía Amartya Sen, para otros desastres se ha observado que, en democracia, enfrentar el escrutinio público y la crítica obliga a los gobiernos a tomar medidas para evitar el agravamiento de las catástrofes. En contrapartida, limitar el reporte de información y la participación ciudadana recrudece los problemas.
Los costos del desastre no se limitan a la súbita pérdida de vidas y propiedades. La falta de agua, drenaje y víveres propicia la enfermedad, la desnutrición y en último término en vidas más cortas. El cierre de escuelas se traduce en un menor aprendizaje efectivo, a veces irrecuperable. La desaparición de fuentes de empleo se traduce en penuria económica que agrava los problemas de salud y educativos y orilla a acciones desesperadas.
Hay pocos análisis que permitan establecer los efectos en desarrollo y pobreza de un fenómeno tan inusual como Otis. El artículo “The Impact of Natural Disasters on Human Development and Poverty at the Municipal Level in Mexico” (Rodríguez Oreggia et. al. Journal of Development Studies) es un punto de partida. Sin embargo, la catástrofe actual es entre dos veces y tres veces más intensa que las consideradas entonces, tomando su mortalidad.
Una catástrofe climática de las magnitudes del pasado solía reducir en un municipio las dimensiones de salud, educación e ingreso, resumidas en el Índice de Desarrollo Humano, en alrededor de 1%. Un desastre de la magnitud observada en Acapulco es factible las haya reducido 2.6%. Esto significa que el municipio habría perdido lo que en promedio se avanzó en el país durante siete años antes de la pandemia.
Lo más preocupante es la posible evolución de la pobreza. En catástrofes del tipo observado, pero de menor magnitud, la pobreza solía aumentar 2.7% en un municipio. Esta cifra se puede elevar a 7%. Esto significa aumentar en cerca de 30 mil personas la pobreza de Acapulco, Esto es particularmente grave porque su pobreza aumentó de 2010 a 2020, y la posible reducción observada en 2022 podría haber apenas retornado las cifras a las de 2010.
Hay que considerar que cinco municipios más han sido afectados, con un tercio de la población de Acapulco, la mayoría de ellos con mayor pobreza. Sin embargo, la gravedad de la catástrofe no se encuentra tanto en su extensión sino en la insuficiente presencia de las autoridades de todos los niveles, la falta de recursos a la altura de los retos que impone la tragedia y la lentitud con que se atiende a los damnificados.
El huracán fue devastador, pero la falta de regulación de la actividad privada que creó la vulnerabilidad, las fallas de las instituciones para prevenir y proteger ante el desastre y la inadecuada política pública para atender a las víctimas está profundizando y puede prolongar la catástrofe.