Mucho se ha hablado de la posible reducción de los salarios propuesta por Andrés Manuel López Obrador.
La mayor parte de los comentarios periodísticos critican dicha acción. El argumento principal es que dicha acción impedirá que la nueva administración se allegue de cuadros calificados. Para poder brindar una opinión considero que debemos recapitular brevemente cómo se llegó hasta el nivel salarial actual, y a la vez examinar otros elementos que se han omitido en la discusión.
En la segunda mitad del siglo XX, en especial los años durante el modelo de “Desarrollo Estabilizador” seguido por México allá por los 1960s y hasta inicios de los 1980s, los sueldos de los funcionarios públicos eran relativamente bajos comparados con el mercado. Recuérdese que era el momento de la explosión de la industria manufacturera en México, y había cierta competencia en el mercado laboral.
Las universidades privadas, en general, comenzaron a surgir en la época para preparar a sus cuadros. No había, por tanto, un interés en dotar a los estudiantes con una visión más social en estas instituciones. Por lo mismo, el gobierno atraía a egresados de las universidades públicas.
Cuando la crisis de 1982 estalla, se inicia una incipiente inserción de funcionarios públicos que provenían de universidades privadas y, más aún, con posgrados en el extranjero. Destaca el caso del área económica y financiera de la administración pública, con el personaje más representativo de la naciente tecnocracia, a saber, Pedro Aspe Armella.
Pedro Aspe Armella, Secretario de Hacienda con Carlos Salinas de Gortari
Cuando estos cuadros se insertan al gobierno en el área económica comienzan a tener dificultades en contratar en mayor medida a este tipo de funcionarios, afines a ellos. Por ello, la leyenda cuenta, que una de las primeras acciones que toma Pedro Aspe cuando es nombrado secretario de hacienda, es elevar los salarios a un nivel competitivo en ese nicho de mercado que competía con el sector financiero, con el argumento de poder atraer a cuadros más calificados (no es éste el lugar para discutir que los anteriores, aquéllos nombrados bajo las administraciones de Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo eran de calidad profesional menor, pero la acción tomada por Aspe sugiere que en su percepción se necesitaba profesionalizar más al área financiera del gobierno -y lo que esto quiera decir).
Así, los funcionarios de hacienda bajo la administración salinista eran privilegiados con altos salarios (competitivos con respecto al sector financiero). Al enterarse de esto el resto de la burocracia, se ejerció presión (con FSTSE de por medio) para homologarlos a lo largo de todas las oficinas de gobierno. Aún así, permanecieron los bonos de actuación (no era lo mismo lograr la aprobación del TLCAN, que manejar los subsidios al campo, se decía), los que permitieron diferenciar los salarios.
El problema con los bonos de actuación, que fueron comunes durante la administración salinista y la primera mitad de la presidencia de Zedillo, era que eran demasiado selectivos, discrecionales y opacos, por lo que bajo Zedillo se eliminaron y se transparentó el salario completo de cada funcionario, acción que se reforzó bajo el presidente Fox y se continuó con Calderón (quien incluso redujo en 5% los salarios a raíz de la crisis de 2008-09). Hay quienes afirman que los bonos selectivos, discrecionales y fuera de la hoja de balance del gobierno volvieron a utilizarse con Peña Nieto, pero es especulación.
La pregunta que emanaba siempre era: ¿Cuál es el argumento para homologar a un financiero (digamos el titular de la Unidad de Crédito Público) con un agrónomo (titular de la Unidad de Regularización de Tierras de la antigua SRA), cuando el costo de oportunidad en el mercado laboral difiere entre ellos?
En general, el que se utilizó fue que con un buen salario se evitaba la corrupción. Y de aquí se agarraron los otros dos poderes: el legislativo y el judicial. Y como en este último el juez estaba más expuesto a los cochupos, pues se elevaron los salarios hasta alcanzar más del doble que aquél del presidente de la república. Con este argumento, los órganos autónomos como IFE/INE, INAI, CDH, y las entidades federativas también se autoasignaron salarios de espanto, en un país de pobres. La corrupción, por cierto, explotó, sobre todo en este sexenio que concluye.
Laura Carrillo y Juan Pablo Guerrero en el año 2003 publicaron un documento muy importante que hoy es más vigente que nunca: “Los Salarios de los Altos Funcionarios en México desde una perspectiva comparada” (Documento de trabajo DAP-124, CIDE, 2003).
Para el 2003 argumentaban que el nivel de entonces de los sueldos de la alta función pública en México es muy alto en comparación nacional e internacional. Estos autores revisan algunas hipótesis para explicar lo anterior: la política de combate a la corrupción, la competencia con el sector privado por recursos humanos altamente capacitados, el alto costo de la vida en la ciudad de México, la concentración de trabajo y responsabilidad en pocos mandos del gobierno.
Ninguna de las anteriores explicaciones parece ser por sí sola concluyente de acuerdo con sus resultados. Aunque en todos los países considerados los altos funcionarios ganaban más que la mayoría de la población gobernada, en México la desproporción era mayor.
El documento sugiere la combinación de tres explicaciones: la primera es la incertidumbre laboral de la alta función pública, lo cual ha obligado al gobierno a pagar un premio que compense el riesgo latente del despedido. La segunda condición es la falta de mecanismos efectivos que midan el desempeño del aparato burocrático y lo obliguen a rendir cuentas; no hay indicadores que demuestren que los sueldos que paga la sociedad mexicana se justifican ante los bienes y servicios que recibe a cambio. La tercera es la polarización estructural de la distribución del ingreso en el país.
Las dos primeras condiciones señaladas se vinculan con dos características fundamentales de cualquier gobierno honesto y eficiente que no se han desarrollado lo suficiente en México: un sistema profesionalizado y basado en el mérito que permita la continuidad y contrapesos reales al poder público. La tercera condición, la mala distribución del ingreso, requiere de políticas sociales efectivas y de largo alcance que el estado mexicano no ha logrado implantar, concluyen.
Tengo la suficiente edad para comparar resultados de actuación general entre los funcionarios mal pagados (anteriores a 1982) y los bien pagados (después de 1988) y en términos generales no noto mucha diferencia en la calidad de la actuación pública. No niego el avance del país. Pero tampoco hay que negar que también hubo avance entre 1950 y 1970, con salarios bajos relativamente.
Queda por responder si la eliminación de las cuatro crisis sexenales (1976, 1982, 1988, y 1994) a partir de 1995 se debe a la calidad de la administración pública en general y con ello a los altos salarios, o más bien a una combinación de funcionarios públicos que se apegaron a los estándares internacionales (producto de evidencia internacional) sugeridos por el FMI, OCDE, las calificadoras de riesgo (Moody’s y S&P, en particular), entre otras; y a un aprendizaje a base de golpes (cuatro crisis sexenales).
En suma, creo que la discusión debe darse de manera informada y propongo como primer paso, actualizar el estudio que realizaron Laura Carrillo y Juan Pablo Guerrero.