Acapulco en su trampa de la pobreza
El desastre ocurrido en Acapulco por el paso del huracán Otis es probablemente la peor catástrofe natural ocurrida en nuestro país.
Si bien aún no contamos con información precisa ni final sobre las pérdidas humanas y la magnitud de los daños (las autoridades tampoco ayudan mucho para ello), hay dos elementos que hacen de esta catástrofe muy particular. En primer lugar, lo profundo y vasto de los daños en una extensa área urbana de importancia como polo económico. En segundo lugar, no sólo la destrucción de su capacidad instalada sino de sus posibilidades mismas para regenerarse. En este texto discutimos el segundo punto.
¿Qué sabemos de la magnitud y el alcance de los daños? La afectación material en Acapulco se estima entre 10 y 15 mil millones de dólares (mmd), de acuerdo con Enki Research; es decir: no sabemos. Un amplio rango estimado cuyos extremos se redondean al 5º millar de millones de dólares refleja que no se tiene mucha idea de lo que realmente sucedió (algunas estimaciones posteriores los ubican cerca de 20mmd).
Por otra parte, se habla de una población afectada cercana a 3 millones de personas; es decir: tampoco sabemos. Si bien se reportan 47 municipios afectados en el estado de Guerrero, lo inaccesible de muchas zonas potencialmente dañadas hace difícil tener una idea clara del número de personas que se vieron (y verán) seriamente perjudicadas por el fenómeno.
De esta forma, la falta de información confiable y la insistencia de los adversarios políticos en distintos bandos por mostrar los extremos opuestos de la situación solamente contribuye a exacerbar la incertidumbre.
Sabemos que la actividad económica primordial en Acapulco, el turismo, se encuentra nulificada y la magnitud de los daños requerirá un proceso de reconstrucción que llevará tiempo.
Haciendo un cálculo rápido que sirva de base, podemos considerar que: (i) la actividad turística representa aproximadamente el 8% del PIB nacional, (ii) que Acapulco contribuye con alrededor de 10% de dicha actividad y (iii) que el proceso de reconstrucción del puerto podría llevar dos años (optimista); con ello, la merma en el ingreso nacional sería de al menos 1% del PIB. Adicionalmente, tomando en cuenta que los servicios turísticos son uno de los componentes de la actividad económica que más rápidamente se venían recuperando tras la pandemia, la catástrofe lastrará al crecimiento y a la captación de divisas en los próximos años.
Indudablemente, lo sucedido en Acapulco es un desastre humanitario y económico de proporciones mayores. En los últimos días se habla mucho de su reconstrucción como un proceso que se presentará tarde o temprano, bien o mal, lento o rápido. Sin embargo, vale la pena preguntarnos: ¿Realmente Acapulco será reconstruido?
Vayamos por partes. La labor titánica de reconstruir Acapulco requerirá de grandes cantidades de recursos tanto públicos como privados. Obviamente, los recursos públicos son necesarios para restablecer la infraestructura y los servicios básicos a la población en todos los ámbitos: salud, agua potable y alcantarillado, seguridad, educación, etc. Para ello el gobierno ha anunciado que destinará aproximadamente 61 mil millones de pesos (mmdp), cantidad a todas luces insuficiente y ajena al rango de estimaciones de los daños causados. Además, es previsible que mucho de esos exiguos recursos irán con toda razón a labores paliativas urgentes para apoyar a la población afectada y una parte menor a labores de reconstrucción de la infraestructura que permitiría la normalización de las actividades económicas y de los ingresos de la población.
Como ya vimos durante la pandemia del COVID-19, la administración del presidente López Obrador no se ha caracterizado por respuestas fiscales contundentes a situaciones de desastre, por lo cual esta reacción no debería sorprendernos. Sin embargo, hay tres señales que hacen muy desafortunado el papel de las autoridades en esta situación:
En primer lugar, 61 mmdp fue la misma cantidad que se destinó tras el paso de los huracanes Ingrid y Manuel en 2014 (fenómenos de fuerza devastadora mucho menor), lo cual sugiere: (i) un alto grado de improvisación en la estrategia de reconstrucción, (ii) falta de conocimiento para actualizar las cifras por inflación, (iii) un uso extensivo del “copy-paste” o (iv) una mezcla de las tres anteriores.
En segundo lugar, no se aprovechó que Otis tuvo el buen tino de pegar cuando se discutía el Presupuesto de Egresos de la Federación para 2024 en el Congreso, lo cual hubiera permitido hacer asignaciones mucho mayores para atender el desastre (sobre todo a falta del FONDEN, qepd). Como dice un acertado tuit de Valeria Moy: “Prioridad que no está en el presupuesto, no es prioridad.”
En tercer lugar, quizá la peor de las tres, es que se desperdició la oportunidad de demostrar que el gobierno está realmente comprometido con la reconstrucción de Acapulco. Esto hubiera sido una señal muy importante para atraer aquellos cuantiosos recursos privados que seguramente serán indispensables para revivir el Puerto. Por ejemplo, tras el huracán Katrina el gobierno federal de EU destinó grandes recursos al esfuerzo de reconstrucción, que según muchos observadores sirvieron de punta de lanza para fomentar y guiar los esfuerzos privados.
De cualquier forma, era difícil esperar que el gobierno resolviera el problema, lo cual nos deja con el tema de los recursos privados para reconstruir Acapulco. Probablemente aquí está el problema mas grave, pues el Puerto ya estaba luchando con una situación difícil antes del huracán.
En los últimos años, la delincuencia ha afectado al turismo, ya que los cárteles de la droga se atacan entre sí por la ruta costera de Guerrero, donde las drogas de Sudamérica se envían a los canales de distribución que finalmente terminan en Estados Unidos. Muchos países advierten a sus ciudadanos que no viajen a Acapulco debido a los altos niveles de delincuencia pues, si bien el crimen solía limitarse a otras áreas de Guerrero, últimamente se extendió al puerto turístico. De esta forma, en 2022 la tasa de homicidios fue de 111 por cada 100 mil habitantes en 2022, ubicando a Acapulco como la segunda ciudad más peligrosa del mundo, después de Tijuana.
A lo anterior habría que añadir un sinnúmero de problemas de seguridad, políticos y sociales en Morelos y Guerrero que han inhibido al último gran impulso que recibió Acapulco en la década de los 90s: la Autopista del Sol. La delincuencia (organizada y desorganizada) y los frecuentes bloqueos (tolerados por las autoridades) hicieron que viajar a Acapulco por carretera (la forma más económica para una familia que vacaciona) se volviera más difícil. Ello sin duda disuadió a muchos turistas que podrían haber visto en Acapulco una opción atractiva para viajar.
Entonces ¿de qué vivía ese Acapulco inseguro e inaccesible? Pues en buena medida vivía “al día” gracias a la magnífica pero vieja infraestructura turística desarrollada durante las décadas de los 60s, 70s y 80s, recibiendo su último gran impulso en los 90s con la Autopista del Sol. Podría decirse que esa infraestructura ya había sido “amortizada” a través de los años y ello le permitía a Acapulco ofrecer servicios turísticos a precios accesibles y sobrevivir a los grandes problemas que tenía. En otras palabras, gracias a que en los años buenos los inversionistas obtuvieron un retorno adecuado sobre sus hoteles y restaurantes, ahora Acapulco podía bajar sus márgenes y ofrecer servicios más baratos y seguir siendo atractivo.
Todo esto cambia con el paso de Otis y la destrucción. Para que la reconstrucción sea viable, se requerirá que Acapulco sea capaz de “cargar” su costo a los turistas que quieran alojarse en sus hoteles y comer en sus restaurantes. Sin embargo, ello se ve difícil para un destino turístico que enfrenta los problemas de seguridad y de tensión social que Acapulco venía padeciendo desde hace años y que el huracán seguramente habrá agravado.
Todavía peor: más que un conjunto físico de hoteles y restaurantes, un centro turístico es un ecosistema de establecimientos que genera una masa crítica de servicios al viajero. Ello quiere decir que la rehabilitación de un hotel o restaurante no puede ser indiferente a lo que suceda en el resto del esfuerzo de reconstrucción de la ciudad, ya que un inversionista que decida recuperar su establecimiento lo haría con cierta confianza de que dicho ecosistema quedará restaurado; ello requeriría que el gobierno tuviera un liderazgo que no está mostrando, empezando por el ámbito financiero.
En la literatura del crecimiento, esta situación tiene un nombre técnico que por su dramatismo parece sacado de una película de Pedro Infante: Trampa de la Pobreza. Cuando un país o ciudad no tiene la suficiente productividad para consumir y generar acumulación de capital, entra en un círculo vicioso en el que la falta de capital no le permite incrementar su productividad y eso le sigue impidiendo acumular capital y consumir más. No sale de la pobreza y por eso se le denomina “trampa.” Espero estar equivocado pero Otis podría haber sumido a Acapulco en una trampa de pobreza de la que no va a poder salir solo y de la que el gobierno no lo puede sacar sin una estrategia radical.
Al compartir este punto de vista con algunos amigos y colegas, muchos de ellos me dijeron que soy demasiado pesimista y negativo. Ante las múltiples recriminaciones y críticas, solamente atinaba a preguntarles: “Si fueras uno de esos afortunados inversionistas hoteleros o restauranteros que tenían asegurado su establecimiento en Acapulco contra este tipo de desastres naturales, ¿invertirías lo que te pague la aseguradora en reconstruir tu negocio?” Todos me contestaban que no.