'Los hijos de Sánchez'
Oscar Lewis, el autor de 'Los hijos de Sánchez', lo llamó la cultura de la pobreza, que no es otra cosa que "un patrón de vida que pasa de generación en generación".
El libro tuvo en su día un gran impacto -se publicó a comienzos de los sesenta- y el propio Lewis estuvo a punto de acabar en los tribunales por contar la historia de una familia pobre de la ciudad de México compuesta por Jesús Sánchez, el padre, de cincuenta años, y sus cuatro hijos: Manuel, de treinta y dos; Roberto, de veintinueve; Consuelo, de veintisiete; y Marta, de veinticinco.
Lewis, desde la antropología, fue pionero en el estudio de la pobreza en grandes áreas metropolitanas, y llegó a la conclusión de que la pobreza no es solo un estado de privación económica, desorganización o ausencia de bienes materiales, sino que genera sus propias estructuras de defensa, lo cual, curiosamente, tenía un lado positivo, ya que permitía salir adelante a los pobres. Las cadenas de solidaridad que hoy existen en muchas grandes ciudades para atender a las llamadas colas del hambre son el mejor ejemplo. Se han organizado al margen del Estado.
La mayor contribución de Lewis, sin embargo, fue una explicación razonada de lo que hoy se entiende como cultura de la pobreza, término que acoge a quienes tienen un fuerte sentido de marginalidad, a los que se sienten abandonados o a quienes dependen de otros para subsistir. O, simplemente, a quienes sienten que no son nada. Son, como diría el propio Lewis, extranjeros en su propio país.
El libro excluyó deliberadamente a los obreros y, en general, a los asalariados, ya que, en aquel tiempo, no existía el fenómeno de los trabajadores pobres en su dimensión actual. Y esta es, precisamente, una de las razones que explican que el debate sobre las rentas mínimas o sobre la garantía de salarios de subsistencia esté hoy en el centro de la política.
El Gobierno, con buen criterio, lo ha situado entre sus prioridades, y hay pocas razones, por no decir ninguna, para dudar de la oportunidad de mejorar las redes de seguridad económica ya existentes para cientos de miles de familias que viven con el agua al cuello.
Lo que ha cambiado respecto del libro de Lewis es, por lo tanto, el universo de la pobreza debido a dos fenómenos que actúan en paralelo. Por un lado, por el auge de los flujos migratorios, que ha creado bolsas de marginalidad crecientes en países avanzados, a los que antes se veía como ajenos al mundo de la pobreza severa; mientras que, por otro, la pobreza tiende a aumentar porque los Estados no son capaces de garantizar un empleo de calidad.
Derecho al trabajo
La vinculación de la pobreza con el trabajo, que es la clave de cualquier programa social, no es nueva. La principal aportación que hizo el 'Comité de Mendicidad' creado por la Asamblea constituyente francesa en 1789 fue identificar el fenómeno de la pobreza como una cuestión que superaba los límites de la caridad, ya que afectaba al ámbito de la justicia.
Y si el Estado debía garantizar un 'derecho al trabajo' -como por cierto proclama hoy la Constitución de 1978- también debía asegurar un salario de subsistencia cuando no estaba en condiciones de cumplir con ese compromiso. La idea, paradójicamente, enlaza con el concepto de limosna del Antiguo Régimen, donde no solo cumplía una función social, sino que también era una garantía de reproducción de la fuerza de trabajo.
El ingreso mínimo, ya vigente en la legislación española desde hace más de tres décadas, aunque muy fragmentado territorialmente, lo que lo hacía menos eficaz, es, por lo tanto, un imperativo constitucional, y de ahí la oportunidad de convertirlo en un derecho subjetivo que puede ser reclamado ante los tribunales al margen de las disponibilidades presupuestarias. Otra cosa es su cuantía.
El ingreso mínimo, por lo tanto, tiene poco que ver con una renta básica universal, se concede siempre que se cumplan determinados requisitos
El ingreso mínimo, por lo tanto, tiene poco que ver con una renta básica universal, sino que es una prestación del Estado -las CCAA son subsidiarias- que se concede siempre que se cumplan determinados requisitos. Pero tampoco es una prestación de emergencia porque no puede serlo cuando será efectiva más de tres meses después del cierre de actividades.
Es decir, las colas del hambre continuarán porque el Gobierno, en lugar de hacer transferencias directas a los que perdieron su empleo por la pandemia, como se ha hecho en otros países, optó por acelerar su programa electoral, lo cual es legítimo, pero escasamente práctico. Como han puesto de relieve muchos estudios, incluso los programas sociales más ambiciosos han fracasado parcialmente porque determinados colectivos o individuos son ajenos al sistema.
Un tono épico
Su eficacia, en todo caso, es indudable. Es evidente que las transferencias monetarias -entre 5,538 y 12,184 euros al año- son un instrumento poderoso para luchar contra la desigualdad y la pobreza severa, pero hay pocas razones para pensar que son la única solución. Por eso sorprende ese tono épico que se le ha querido dar a la medida. No hay razones para presumir de tener muchos pobres.
La experiencia en países que han aprobado programas sociales de estas características mucho antes que España enseña que la pobreza, como decía Lewis, tiende a pasar de generación en generación si, en paralelo, el sistema económico y el entramado político-institucional no son capaces de ofrecer alternativas. Principalmente, en dos ámbitos: la educación y el empleo.
El empleo, de hecho, es la principal causa del ensanchamiento de la desigualdad en las últimas décadas. No es, por lo tanto, un fenómeno vinculado exclusivamente a la última crisis financiera; ni siquiera a los recortes, sino a la creciente precarización del mercado laboral, y que, necesariamente, hay que vincular a la globalización y a la división internacional del trabajo, que hace recaer en los trabajadores menos cualificados y en los más expuestos a la competencia exterior los efectos negativos de la caída desequilibrada de las barreras arancelarias. Esos mismos trabajadores que son, además, más vulnerables a la acelerada maquinización del trabajo.
Es por eso por lo que la desigualdad tiene dos caras. Por un lado, la que hunde sus raíces en la privación de bienes materiales esenciales, y ahí juega un papel determinante el ingreso mínimo aprobado por el Gobierno, y, por otro, la que hay que relacionar con la desigualdad de oportunidades.
Es decir, la pobreza es la causa del ensanchamiento de la desigualdad, pero también es consecuencia de un determinado modelo económico que castiga más a unas rentas de mercado que a otras. Y ahí es fundamental el papel que juega el sistema fiscal o el desequilibrio creciente entre rentas del capital y del trabajo. Incluida la correlación de fuerzas en los centros de trabajo, claramente descompensada en las últimas décadas.
Está acreditado que el estrechamiento de la desigualdad que se produjo durante las tres décadas posteriores a 1945 se quebró a partir de los años 80, lo que obligó a los países con recursos a poner en marcha programas sociales destinados, precisamente, a reducir la pobreza severa. Pero esos programas luchaban, paradójicamente, con restricciones presupuestarias, lo que al final ha creado un caldo de cultivo de alto voltaje.
Impuestos negativos
Es decir, en lugar de atacar las causas del ensanchamiento de la desigualdad y de su corolario más cruel, la pobreza, se atendieron exclusivamente las consecuencias más evidentes, relacionadas con la privación de bienes materiales.
Esto explica, precisamente, que el ingreso mínimo vaya a actuar también sobre los subempleados, algo inimaginable en tiempos del libro de Lewis, que son aquellos trabajadores que necesitan la ayuda del Estado para sobrevivir, ya sea a través de impuestos negativos o mediante transferencias directas, con lo que en realidad solo se están parcheando los fallos del mercado.
No se cuestiona, sin embargo, el tamaño del pastel, que no siempre determina su eficiencia. Se puede crecer menos y de forma más equilibrada y al final ser más eficientes o se puede crecer más y de forma menos equilibrada, con lo cual a la postre será el Estado quien tenga que resolver el aumento de la pobreza. De ahí que esos 500 millones de euros que ha apartado el Gobierno para pagar el ingreso mínimo durante 2020 vayan a ser, muy probablemente, escasos si no se actúa en otras direcciones.
Si no se quiere que haya pobres, lo mejor es poner las condiciones para que no los haya, no presumir de que gasta mucho en erradicar las privaciones
El éxito del ingreso mínimo, de hecho, dependerá del funcionamiento eficiente del mercado de trabajo; de la modernización de la Administración para hacerla menos burocrática y con menor tendencia al sobrepeso en sectores no esenciales; de la calidad de la arquitectura institucional del país para garantizar de forma efectiva la separación de poderes o de un sistema parlamentario digno de tal nombre, algo que genera más que dudas después de los espectáculos de las últimas semanas. Además de avanzar en un modelo productivo de mayor valor añadido o de mejorar el deprimente estado de la universidad española, convertida en una fábrica de parados.
Como no haya respuesta a estas demandas es muy probable que el salario mínimo se haya quedado corto, lo que obligará al ministro Escrivá a pedir una ampliación del crédito.
Esa, y no otra, es la auténtica trampa de la pobreza y el peor de los desincentivos al trabajo. Al fin y al cabo, el Estado de bienestar que todos reivindican no es más que un contrato social entre trabajo y capital para redistribuir el excedente económico.
Y si no se quiere que haya pobres, lo mejor es poner las condiciones para que no los haya, no presumir de que gasta mucho dinero en erradicar las privaciones severas. A esto se le llama caridad. El tiempo dirá si se ha optado por lo primero o por lo segundo.