¡Yo trabajé en McDonald’s!
Tenía las manos llenas de hongos.
Mi palma, cual jardín botánico, mostraba erupciones que no sabía a ciencia cierta qué eran. El intentar poner mi huella digital para tramitar mi credencial de elector, regocijante como cualquier joven de 18 años, resultó un fiasco.
Mi huella no la leía el sofisticado aparato del Instituto Federal Electoral. Sí, nunca me había dado cuenta que los muchos trapos y materiales de higiene con los que trabajé hora tras hora en las empresas transnacionales del fast food habían deteriorado a ese grado mi piel.
El amable empleado de IFE, al desesperarse por mi incapacidad para imprimir mi huella digital y tras voltear a ver la gran fila que le esperaba, me preguntó, “oye, eres ‘monoso’ o qué?”
Ante el bochorno sufrido por no poder impregnar mi huella digital en el aparato, tuve que dar una serie de explicaciones e intentar con otros dedos de mi mano para que me proporcionaran el tan ansiado documento. ¡Qué problema!
Entré a McDonald’s a los 16 años, luego de que había expirado mi tiempo de extenderle mis manos a la gente en las cajas de Walt Mart para empacarles sus compras –los “empacadores voluntarios” solo trabajan en el período de los 14 a los 16 años. Joven y con los bolsillos vacíos, un amigo me persuadió a extenderle la mano a una de las empresas del fast food más grandes del mundo: McDonald’s.
Pensé que ningún trabajo podría derrotar la vitalidad de un muchacho de 16 años como yo. Grave error. Me ofrecieron el ‘suculento’ sueldo de 11 pesos la hora. Me dieron una camisa que le quedaba a mi tío cuyo sobrepeso es de más de 20 kilos.
Me proporcionaron unos pantalones que algún otro valiente había dejado en “buenas condiciones” para, “por lo pronto”, comenzar a laborar en tan alegre trabajo. Por supuesto, acepté y no tuve ningún problema en ponerme los pantalones de otro colega.
Mis primeros días fueron agradables. La convivencia con el resto del personal (adolescentes de 16 a 22 años, incluyendo gerentes) fluyó de manera grata y veloz. Aquel primer día por el rumbo de Lomas Verdes, en el Estado de México, reconocí las distintas áreas: Línea Blanca, donde se cocinan todos los pollos. Línea Roja, donde se encuentran las planchas y, obvio, las carnes rojas. La Estación de Papas. El Frente, donde se encuentran todas la gavetas. Y el lugar de las regañizas, higiene y amores perdidos: el ‘Back Room’.
Paulatinamente me fui haciendo diestro para manejar solito la Línea Blanca, el primer reto que impone Ronald McDonald. Después, tras mostrarme fresco ante mi reto precedente, ascendí a la presión de la Línea Roja. Aquí conocí lo que es amar a Dios en tierra de indios. El calor es sofocante. La piel de mi rostro y, por supuesto, la de mis compañeros parecía no terminar nunca de sacar todo el líquido de mi cuerpo. Sudaba ferozmente.
La presión de Línea Roja no es cualquier cosa. Tuve que memorizar recetas y combinarlas con los 45 segundos y el minuto y medio que las generosas planchas me brindaban mientras se cocía la carne. Claro está, no se puede quemar la carne. Las faenas para ‘vestir’ y sacar de 4 a 12 hamburguesas, sin que me comieran los fastuosos 90 segundos, eran increíbles.
He de aclarar que las labores de cierre en un establecimiento de fast food son arduas, irritantes y regularmente tardadas. La limpieza de todos los aparatos que trabajaron sin tregua se debe realizar con estándares de perfección al final del día. Pero limpiar máquinas que atendieron largas jornadas a una población hambrienta de comida chatarra, no es cosa simple. Y es que la grasa, es la grasa.
El material de limpieza es muy agresivo. La piel de mis manos comenzaron a hablar por sí mismas: erupciones y ligeros hongos al tratar con trapos que se utilizan sin parar por más de una semana. Los llamados ‘trapos de parrilla’ siempre me resultaron desconfiables. Su tela habitualmente tiene residuos de grasa y son pegajosos, una sensación nada agradable a la que no terminas por acostumbrarte a pesar de las semanas y meses.
No solo de la piel. La grasa también era enemiga de mis zapatos. Ante las diarias jornadas de cierre lavando trampas de grasas, tallando parrillas, filtrando el aceite de los contenedores, mis suelas no toleraban el contacto con tanta porquería o lo que sea la combinación de residuos de sal, agua, grasa, sanitizantes, y otras cosas más.
Mis suelas a los tres meses se cuarteaban. Así que cada trimestre mis 11 pesos por hora me tenían que redituar para un nuevo calzado.
Sin victimizarme o victimizar a los jóvenes empleados de estas tiendas de fast food –muchos de ellos, como yo, trabajan para pagar sus estudios-, el sueldo no puede estirarse tanto. No puede cubrir ‘lujos’ como un dermatólogo, zapatos, pomadas para quemaduras y exfoliantes. Siempre hay necesidades primarias.
Servir helados -o conos, como los ha registrado McDonald’s en el mercado- resultaba una de las labores más fáciles de todo el trabajo en aquel local. Ahí, afortunadamente, no trataba con grasa.
Sin embargo, mis oídos siempre recibían insultos por la cantidad de helado/leche procesada que debería contener cada cono o McFlurry: Dos y media vueltas para los conos. Crear un hueco considerable en los Mc Flurry’s. Esa era mi labor ya estandarizada.
La gente paga 50 pesos por un McFlurry. Lo que no sabe es que la cantidad de helado no es proporcional a la de su precio. Mi labor era “ladear” el recipiente para crear un hueco y, al final, taparlo con una, geométricamente, perfecta punta de helado. Engaño o no, son los estándares de la transnacional.
Fue el año en que laboré en la gran ‘olla express’ llamada McDonald’s.
Mis dos años en Subway…
Subway maneja un perfil más bajo en cuanto a presión en general. Dado que el número de clientes es menor; las labores, mercancías, el espacio y el equipo de trabajo van en relación a las ventas.
Las condiciones para nosotros, los trabajadores, eran similares a las de Mc Donald’s. Los mismos trapos viejos y sucios, el mismo pollo congelado, las mismas camisas talla extra grande y de segunda mano, y, para no alterar el mercado, casi el mismo sueldo: 1,500 pesos a la quincena. Una dosis de bondad frente a la de Mc Donald’s.
Aquí trabajé dos años. Con el ritmo que desarrollé en la empresa del payaso Ronald, Subway no me representó problema alguno al ejecutar sus estándares y recetas. Hasta fui supervisor. Ahora yo era el cruel que regresaba a los muchachos a limpiar bien lo que les correspondía. Qué triste.
Y Starbucks…
La cafetería de la ”Sirena” me enseñó otro tipo de estándares y recetas. Me embriagaron de una identidad y cultura organizacional inclusiva muy delimitada. Se puede decir que ascendí grandes peldaños en la industria del fast food.
Mis instrumentos ya no fueron los mismos. Recibí, por primera vez en tres años, una playera de mi talla para trabajar. Recibía 3 cafés al día, sin costo alguno, por laborar. En Mc Donald’s tenía que pedir permiso para tomar agua simple. Los trapos se tiraban a la basura diario, incluso, a veces, no duraban ni una tarde. Reaparecieron mis huellas digitales.
Sin embargo, regresé a atender a mucha gente. Aunque hay un Starbucks en ‘cada esquina’ de la Ciudad de México y en las zonas no violentas del Estado de México, la gente no cesa de llegar.
Es increíble la cantidad de personas que entran a diario, desde las 6 de la mañana, a comprar cafés “Venti”. Quizá, el único requisito distinto en cuestión operativa a mis anteriores trabajos, fue la famosa “conexión con el cliente”. Es difícil empatizar y formular una conversación con una persona que se planta, desde que te pide su café, como alguien superior, de clase alta.
Fui de menos a más. Aunque no es la vida que todo adolescente-joven desea al incorporase al ámbito laboral para pagarse sus estudios. Muchos se quedan en el camino: se casan, dejan de estudiar o se embarazan.
Pero en mis varios años desde mi adolescencia, el fast food fue la vida laboral que conocí; la misma que viven miles de muchachos mexicanos todos los días, en todos los rincones en los que florecen como hongos estos ‘apetitosos’ locales transnacionales.